Habían terminado las clases y, como en un tobogán, los días que faltaban para Navidad se fueron acelerando. Le pedí a papá un arbolito de verdad para poner los regalos y que no sea el de plástico de porquería de siempre. Una tarde regresó del trabajo con un bulto extraño. Dejé de armar de inmediato el rompecabezas y me acerqué corriendo. Cuándo lo vi, uh, me agarró ese cosquilleo de emoción que ocurre pocas veces en un día. Era un árbol tan alto como yo. Papá lo dejó en un rincón. Le insistí que lo plantara en el medio del living y que con maceta no me interesaba. Papá iba evaluando las posibilidades pero enseguida salió mamá de la cocina. Están locos, dijo y agregó: vivimos en un departamento, en un tercer piso. Ahí estuve a punto de llorar fuerte. Papá se quitó el saco, se agachó para abrazarme y decirme algo al oído. Apenas mamá volvió a la cocina a preparar la cena, papá fue hasta la caja de herramientas. Aferrado al destornillador hizo palanca donde le indiqué y levant
La Plaza se sacude entre bombas que caen como pájaros de fuego. Dificulta esquivar escombros de la recova recién demolida. Papelitos apretados deslizándose por un arrojo de sangre que busca el río. Humo y gases envuelven tenaces estandartes cosidos con hilos de memoria. Pañuelos bordados circulan sus ovarios por el ombligo de la plaza. Campanadas sotánicas sacuden escarapelas y palomas que empantanan el Cabildo. Alpargatas gastadas esperan al costado de la fuente mientras Diego, siempre eterno, ofrenda su tesoro dorado en el balcón ritual. Casa Rosada iza el helicóptero transportando un perro muerto. Ocurre este grito: "Viva la Patria rebelada".