Ir al contenido principal

Toro y Paloma

 

    Ingresa al ruedo bajo un sol entreverado de aire y fuego. Enseguida clava pezuñas y perenne esperma sobre la arena. Veo su erguido pecho albergando una bóveda inmensa. Sorpresa siento cuando mueve la cola jubilosa, tal como haría cualquier perro. Suena música festiva que incita al público. Un grupo de toreros de segunda línea saltan al campo y comienzan a agitar capas de vivos colores. Se acerca para contentarlos; sin más lo desairan escondiéndose tras unas sobreparedes de madera.

    De pronto aparece un caballo enfundado. Lo monta cierto jinete que cubre desmedida porción de cielo. La banda musical cambia el tono por uno de mayor suspenso. Entusiasta embiste al caballo contra su costal más visible. El jinete aprovecha que está inmovilizado y le hunde profundo una especie de lanza obstinada sobre el lomo desprotegido. Un chorro de sangre viril brota con fuerza; brillante y luminosa fue cubriendo pelo y cuero. A partir de ahí el carácter se le transforma. Permanece un instante atribulado de recónditas entrañas. Intuye que ya no es un juego aquello, intuye que asiste a un sacrificio donde correrá con la peor parte. Abre los ojos desorientado y se le llena la boca de sal mientras rebufa un torvo hálito. Repiten la acción en forma casi idéntica. Caen a la arena, envueltos en espanto, heces y orines que se ciñen a la sangre mencionada.

    Se retiran el caballo y el jinete por un lateral luego de completar su faena. Acto seguido, mientras uno de los toreros segundones esgrime otra capa para captar su atención, otro joven a los saltos pretende insertarle unas banderillas sobre el lomo ciego y lacerado. Pequeños ganchos de metal afilado hurgan la carne rumiante. Densa baba se le asfixia en la garganta y un sudor helado acomete en cada tejido herido.

    Ahora sí, habiendo perdido litros de sangre, con los muslos cansados y confundido de tal modo que aquel juego inicial pronto resulta un derrotero de dolor; ahora sí aparece el torero principal, el de la chaqueta dorada y la capa roja. Bufa y observa como el género se agita ante su osamenta y convoca a instintos deliberados de vísceras, a los filosos reflejos de búfalos ancestrales. Así, pese al cansancio y conmoción, se dirige hacia ese abanico empecinado de muerte.

    No eran las cinco de la tarde, sino pasadas las cinco de la tarde cuando una paloma blanca comienza a sobrevolar en círculos sobre las tribunas. Desciende con leve planeo. A pocos metros del toro se detiene en el aire, parece perpleja, como un astro titilante. La vislumbra, encima de brumosa cornada, como si fuera espuma de mar arrullada por el agua. Va tras ella y en el intento se precipita contra un océano desvanecido; tal vez pretende así regresar, al fin, a los confines de Poseidón. La paloma blanca se eleva veloz, perdiéndose tras el último anillo de la plaza. Puedo verla, no quiero pero puedo ver su bovina mirada de desamparo. Acto seguido el torero descorre la capa y deja relucir la ansiosa espada. Exhibe ante la afición, su perfil más diestro. Acude una vez más, con las astas desoladas, al encuentro del paño colorado. Desde un preciso y único ángulo se puede advertir como la fusión de ambos cuerpos va delineando, solo un breve instante, una figura con cuerpo de toro y cabeza humana. Tras sentir el roce de la tela liviana, un puntazo agudo perfora su vértebra más sensible; estocada la cerviz. Esa embestida lo cubre de resuello y tenue niebla. Aparece un recuerdo de hierba fresca que inunda trémulo hocico. Se le llenan de nieve los testículos cósmicos. Estremece unos pocos segundos y ya débil, doblegadas las inútiles cuatro patas, cae pesadamente a la arena. Tendido y tumbado, rota la sangre derramada, los tendones tiesos, ojos abiertos que ya no sirven.

    Alguien grita: ¡viva España!, ¡corten las orejas!, mientras tiemblan las cuevas de Altamira y mazazo de ira se inyecta, en el Reina Isabel, un trozo del Guernica de Picasso.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Acuario

          Jamás olvidaré esa mañana que, envuelto en aire frenético, decidí vaciar el placard de mi habitación. Por entonces salía poco y qué sentido tanta ropa. Terminó ovillada en bolsas de consorcio negras que ubiqué en un rincón del living. Procedí luego a quitar estantes, barrales y accesorios. Le di tres manos de pintura celeste para piscina a las paredes y al piso que recubrí de tierra, piedras y plantas oxigenadoras. Ambientación con dibujos de caracolas y otros motivos marinos en los laterales y el fondo. Por último, eliminé las puertas, colocando un vidrio biselado adherido con silicona. En la parte superior dejé una abertura por donde ingresar agua, alimentos, tal vez acariciarlo. La espuma de sueños se zambulló como un reguero en esa caverna hendida y bien sellada.      Las primeras horas, los primeros días, lo observaba desde la cama y me hundía en horas entretenidas. Puede quedarse inmóvil durante horas. Adoraba su sigilo prolongado. De repente se iza por el agua y gra

Pelopincho

        En el fondo de casa armamos la pileta para mi cumple de mañana, dijo Thilo emocionado y abriendo grande los ojos agregó: la Pelopincho, la que tiene un montón de hierros atravesados. Para tal emprendimiento fue necesaria la ayuda de una ingeniera catalana admiradora de Gaudí.      Al día siguiente, el verano caluroso de Buenos Aires no tardó en posicionarse, a la vez que iban llegando los invitados con la malla puesta y el deseo urgente.      Los primeros en zambullirse fueron los amigos de fútbol y de la escuela. Enseguida se metió la tía con sus gemelas, un narigón vestido de jardinero que baila en la murga del barrio, la vecina que trabaja en una juguetería, un león flaco demasiado travieso, dos nubes cargadas de algodón que volaban bajito, un delfín de siete colores, una mano cabal aferrada a un tejo playero, el alba del día anterior que nadie había olvidado, uno con la camiseta de Chacarita... De pronto un señor bigotudo se sumergió con patas de rana y escafandra.

Obelisco

       Esa abrumadora madrugada, un denso banco de niebla aplastó Buenos Aires. Durante tres días se mantuvo inalterable. La visibilidad era de apenas un metro de distancia. Suspendieron todas las actividades sociales y la autopista fue cerrada.      Al cuarto día la niebla, patinando por el Riachuelo rumbo al sur, comenzó a disiparse.  Lentamente la ciudad fue recuperando su dulzón y frenético ritmo. Cerca del mediodía recorrió por las calles un rumor aberrante: "Se afanaron el Obelisco". Todos prendieron el televisor para mirar la noticia que estallaba boca a boca. Muchos fuimos hasta el centro para comprobarlo in situ . Nadie podía creer la dolorosa ausencia que se veía. Lo arrancaron de cuajo. La concha de su madre quedó enclavada en el pavimento junto al recodo de una fisura honda con final incierto. No fueron pocos caballeros a los que se les escapó una pudorosa lágrima que pretendieron disimular refregando la manga del saco sobre el rostro.    Surgieron de inmedi