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Acuario

 

  

    Jamás olvidaré esa mañana que, envuelto en aire frenético, decidí vaciar el placard de mi habitación. Por entonces salía poco y qué sentido tanta ropa. Terminó ovillada en bolsas de consorcio negras que ubiqué en un rincón del living. Procedí luego a quitar estantes, barrales y accesorios. Le di tres manos de pintura celeste para piscina a las paredes y al piso que recubrí de tierra, piedras y plantas oxigenadoras. Ambientación con dibujos de caracolas y otros motivos marinos en los laterales y el fondo. Por último, eliminé las puertas, colocando un vidrio biselado adherido con silicona. En la parte superior dejé una abertura por donde ingresar agua, alimentos, tal vez acariciarlo. La espuma de sueños se zambulló como un reguero en esa caverna hendida y bien sellada.

    Las primeras horas, los primeros días, lo observaba desde la cama y me hundía en horas entretenidas. Puede quedarse inmóvil durante horas. Adoraba su sigilo prolongado. De repente se iza por el agua y graba estelas de hermosura insolente. Pensar que cuando lo encontré en la selva boliviana, al límite con Brasil, era apenas un pez renacuajo de escasos tres centímetros contenidos en una piel gelatinosa, tersa y traslúcida. Estaba transitando mi último día en ese viaje de trance creativo. Se habían acabado los hongos y debía regresar. Diversos verdes del follaje se derretían por doquier, cuando bajé la vista y lo hallé atrapado en un cráter de lodo envuelto en muérdago eterno. Lo levanté con una mano, que creí salvadora. Se escurría ágil e indócil entre mis dedos. Aquel día comprendí que esa criatura era lo más real que tenía y lo traje conmigo en un frasquito. Por unas semanas vivió en una pecera hasta que le armé el acuario.

    Enseguida le fue creciendo el cuerpo que pronto alcanzó el tamaño de una lapicera. Coronado por aletas y una cola como látigo, tinte opalino en su piel erizada Con torpeza chocaba contra el vidrio y yo reía en carcajadas. Sin permitirme negligencias, por temor que el peso del agua y sus arrojos embistieran el vidrio, instalé unas molduras de hierro sobre todo el perímetro. Ya recostado en la cama me generó la impresión de haber puesto marco a un cuadro, a un templo para mi deidad; enseguida lo sentí mi obra.

    Un aroma a laguna inmersa en la selva se fue derramando por la habitación y convidó a la frescura de los mejores sueños. Despertaba ansioso en observar todos sus movimientos, por echarle alimentos que buscaba con sus labios pinchados. No lograba determinar si podía ver, pues una especie de membrana violácea apagaba sus pupilas. El contorno de su cuerpo se iba volviendo más irregular con el correr de los días. Al principio le daba de comer almejas, filamentos de merluza, cornalitos y ostras vivas. Más tarde fue comiendo lo que le arrojaba, desde ñoquis, pedazos de chorizo, hasta huevos de gallina. Tras engullir persistía, enarcado contra el lecho mezquino, en secuestrar con sofocado eco todo centro gravitatorio.

    Era fascinante ver como crecía y se deslizaba por el agua en plena formación de halos surcados o como frotaba el cristal mientras una peluca de algas bailaba girando por la cabeza. Para entonces su cuerpo tenía ya el volumen de un perro chiquito. No me movía de la habitación, era todo para mí. Hinchado su vientre, entraña de fauces insaciables. Lograba cruzar en perfecta diagonal aprovechando los recodos de aquella oquedad y en un resquicio, peinando el líquido vital, se sumía vehemente a escarbar el fondo acurrucado como un ancla intempestiva de goma.

    Una tarde procuré acariciarlo y sucedió lo tremendo. Mientras mi mano nervada iba en búsqueda del presunto lomo, un tumulto de escamas y ventosas ocultas pretendieron sumergirme. Por debajo de su boca asomó de pronto un tendón espinoso que se clavó en mi brazo, alcanzando la vena principal. Apenas noté que la sangre precipitada de burbujas teñía el agua, logré zafar en súbito impulso y arrastrarme hasta la cama donde quedé recostado dos días enteros realizando de tanto en tanto torniquetes con la sábana a fin de parar una hemorragia persistente.

    Con el correr de los días el frente de cristal se fue empañando y el líquido tornó turbio y ambarino. Ya no le agregaba sales alcalinas. Saturado por el flujo de orines, heces, sudores, tinta... se presentó una sustancia dudosa. Cuando posaba su sombra contra el vidrio podía advertir, envuelto en el tenue movimiento del agua, que su cuerpo era más voluminoso y más indescifrable que nunca. En ciertas ocasiones adivinaba la cola, otras veces una suerte de tentáculos irisados.

    Echo restos de mi cena por el boquete superior cuando alcanzo a observar una golondrina flotando en la superficie; abiertas sus alas marmóreas, cerrado su pico de nieve. Nunca más penetrará la recóndita noche, ni temblará en el refilo de una rama. Cierro la ventana de la habitación con traba y no volveré a abrirla. Surgen pensamientos fragmentados mientras procuro acostarme. Percibo que un lento verdín va tejiendo paciente su maraña contra el vidrio biselado. Una fragancia dulzona y pastosa se expande suspendida por el cielo raso.

    Cierta noche regreso tarde y borracho. No lo hago solo sino con una compañera del taller de poesía. No cree lo que acabo de contarle hace un rato en el bar. Se desnuda sin dejar de observar el acuario y la sombra borrosa que allí habita. Nos dirigimos a la cama con pasos evaporados. Anillantes gemidos rebotan contra el vidrio. Ambos vemos como un relámpago se contrae en un ojo de lagarto milenario que asoma desde el líquido espeso. Lejos de atemorizarnos, esa novedad incita a nuestros genitales que se hinchan y, horadado el umbral del éxtasis, explotan de placer. Le suplico que no duerma pero es inútil, sucumbimos reducidos ante el cansancio. Despierto pasado largamente el mediodía y no la encuentro en la cama. Recorro el departamento y reparo que se ha ido. Vuelvo a la cama cuando... veo rastros de agua en el parquet; rastros que unen la cama con el acuario. Tirada contra una silla está su ropa y la cartera colgada en el respaldo. No me atrevo a concluir nada pero el espejo empecinado me ofrece una última imágen: espuma brota de sus agallas y la figura de geometría irreverente se envuelve entre coletazos sobre una fiebre escamosa a la vez que contorsiona su alborotada espina dorsal.

    Descuelgo el espejo repleto de estuporoso plagio y lo abandono en el living donde queda tapado por las bolsas con ropa. Al regresar apunto la luz del velador contra la pared que da a la cama, la opuesta al acuario que permanece en borrosa penumbra. Amanezco somnoliento en removido crepúsculo, susurrando frases fosfóricas repletas de baba densa. Decido terminar con todo. Ya no habré de alimentarlo y dejaré que perezca en el agua estancada, en la suprema podredumbre. Fumo y cavilo mientras ondas agudas provocadas por un arremolinamiento en el estanque fruncen su estupor en mis oídos, controlo la náusea. Presiento el desvarío; agua corriendo por el departamento, por el pallier encerado e inundando hasta el fondo del hueco del ascensor. 

    Mi creación se ha alejado de mí y ya nada la detiene. Está desatada. Mi esbelto ideal se ha convertido en una masa sesgada y siniestra que no cesa de extenderse. Era mi verdad, mi gozo y ahora la verdad me desafía, me coloca en una tensión, una lucha que me arrastra oblicuo a la angustia. Aun confuso abandono el departamento sin rumbo fijo, con la necesidad de un respiro. Me hundo en las veredas, en mis pueriles esperanzas.

    Vuelvo al caer la noche y descubro, invadido de opulento temor, orden en el living, los pisos encerados, la abominación de una cocina reluciente... Le dije una y mil veces que no viniera sin avisar. Con la mano temblando abro la puerta. Parado ante el abismo, reconozco la incesante franela y el envase del limpia vidrio esparcidos al pie del acuario mientras se dibuja una mueca atroz del lado seco del recinto. Todo se llena por la ausencia de mi madre; sirenita devorada. Ya no compartiremos srabble ni juego de naipes. Con que gesto de pavor se habrá ido... Puedo sentir como mi cabello se desploma brutalmente. Mana una hilacha de lágrima que contrasta con ese líquido oscuro de miel fétida y corrompida.

    El alba me encuentra insomne. Desciendo y me dirijo una vez más a la ferretería de la esquina. Entre otros elementos compro un arpón que cuelgo a un costado del acuario. Arranco el picaporte y atornillo unas planchuelas de hierro a la pared, atravesando con minucia la puerta. Ya nadie podrá ingresar a la habitación, tampoco abandonarla.




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