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Los ojos del Mudo


Creéme pibe que sus ojos fueron los ojos del hincha de Ferro. En esa época no pasaban partidos por televisión. En los periódicos era difícil ver una foto con los jugadores de Ferro. Él los fotografió a todos, aun los que no llegaron a ser profesionales. Llegaba cuatro horas antes del partido para cubrir de imágenes el preliminar y el de Tercera. Por supuesto, las dos del match de Primera. Otra hora y media esperando afuera del vestuario o adentro si había triunfo. Se le iban al menos catorce rollos de 36 por domingo. Una fortuna que recuperaba vendiendo las fotos a hinchas, jugadores, familiares y algún medio del interior que hubiese olvidado mandar corresponsal. Ojo, no te creas que lo movía el dinero, lo hubiera hecho gratis cuatro vidas seguidas.

Tenía, quizá por falta de oído, el sentido de la vista muy desarrollado. Era alto, flaco, un tanto desgarbado; tal vez producto del peso de la cámara llevada sobre la espalda durante miles de eternos noventa minutos. Sentía el escudo como ninguno. Con gestos y señas se hacía entender perfectamente; pero cuando narraba un recuerdo de Ferro se volvía incomprensible seguir su razonamiento. Las más de las veces quedaba con una lágrima asomada de sus ojos verdes.

Un día, versus Huracán, Alfredo Di Stéfano metió un gol con la mano y se fue gritando el mal habido gol que el árbitro compró con plata falsa. La picardía la hizo en el arco que daba contra la hinchada verdolaga. El Mudo estaba con sus ojos enardecidos y sus enérgicos quince años recién cumplidos. Eran vecinos de Flores y se conocían. Cruzaron sus miradas a través del tejido metálico. Di Stéfano sonriendo le hizo el gesto de a llorar a la iglesia. El Mudo trepó el alambrado hasta que la púa y los bastonazos de tres agentes del orden lo disuadieron. No son pocos los que aseveran que este hecho marcó su necesidad de abandonar la tribuna para seguir al equipo desde adentro del field. No quería perderse detalle y registrarlo todo. Lo otro es historia conocida: ahorró peso a peso para comprar una cámara profesional y el padre le solventó un curso intensivo de fotografía por correo.

Creéme pibe, que cuando lo vio al Mudo parado en Directorio y Carabobo sintió más miedo que cuando lo secuestraron en Cuba los barbudos. Apenas bajó del tranvía lo vio ahí, con el rostro desencajado, fuera de foco. Cuando pasó a su lado, el Mudo le clavó los ojos como con un zoom 1:3 y sin dudarlo se lanzó a la carrera. Aferrado a su bolso de entrenamiento corrió con ese pique que lo caracterizaba y le valió el apodo de la saeta rubia. Driblió varios transeúntes y recién descontracturó su ancha sien cuando traspasó la puerta cancel de su casa.

Se conocían de memoria. El Mudo sabía que Distéfano haría todo por triunfar. Di Stéfano sabía que el Mudo era medio loco; loco por su verde querido. El Mudo juró venganza, la peor de todas, la que se aferra al silencio. Todas las tardes lo esperaba en la parada del tranvía con un garrote escondido bajo el gabán. Quería romperle las piernas y sacarlo de las canchas por unas temporadas; ese año defendía los colores del cuadro de Parque Patricios.

Di Stéfano comenzó a bajar una parada antes y para despistarlo iba cambiando el recorrido hacia su hogar. Al cabo de unos meses, ya había vuelto a River, se vio obligado a mudarse. Comenzó a vivir en un coqueto chalet cerca de Nuñez. Aun así, cada tanto le parecía verlo tras la sombra inhiesta de cualquier esquina. Recién cuando Bogotá, cuando Madrid, sintió que su vida ya no corría peligro. No fue así. El Mudo lo buscó en Colombia cuando la legendaria gira de Ferro. Fue hasta Madrid de paseo y saludó a Lugo y Garabal cuando lo del pase al Aleti. En ambas ocasiones estaba armado de un garrote con clavos, en ambas se topó con fuerte vigilancia que protegía al ídolo las 24 hs.

Años después, El Mudo se hizo marxista cuando fue lo del secuestro. Volvió a ser Demócrata Cristiano cuando lo liberaron. Nunca le perdonó ese gol con la mano y que se haya ido del barrio sin saludar.

Fue el primero en utilizar photoshop en Argentina. Era un photoshop prehistórico que consistía en una caja de zapatos adaptada. En los bordes contaba con exactas mediciones calimétricas. Dentro de la caja, el gran secreto: una tijera de molde y una plasticola. Un invento cien por cien sui generis. La tenía en el fondo de la casa protegida por dos llaves de gruesas paletas. Reconocidos fotógrafos del ámbito local intentaron sonsacarle la fórmula; los echó cagando mientras martillaba el puño hábil al aire. Un día le tocaron el timbre y se encontró al príncipe Akihito con directivos de la Nikon. Le ofrecieron casa en una isla frente al mar cerca de Tokio, trabajo bien remunerado y ser accionista vitalicio de la compañía. El Mudo anotó en una libreta espiralada: Ni en pedo abandono a Oeste ni dejaría de dar mis paseos por plaza Misericordia. Los japoneses se miraron atónitos. Ese día había partido y lo siguieron hasta la cancha para intentar convencerlo. Frente a sus ojos depositaron una cifra exorbitante. Como respuesta detonó feroz escupitajo sobre un baldosón de avenida Avellaneda. Recién ahí, pese a la tenacidad nipona, comprendieron que todo ofrecimiento sería en vano. Ese día fue la primera vez que un príncipe y futuro emperador del Japón pisó Caballito.

Es sabido que se pasaba noches enteras velando y retocando las fotos. Una vez elevó tanto a Marrapodi en una volada que, según midió una revista calificada: se hallaba a 4 metros del piso; es decir: por encima del travesaño. Allí se inició el mito del arquero que podía volar. Al Ciruja Garré le enderezaba las piernas varios grados con un transportador y se cree que esto ayudó en la decisión de Bilardo para incluirlo a la lista de los convocados al mundial de México. A la Chancha Arregui le sacaba unos kilos para no acomplejarlo. A Ocho Huevos Berón le ponía el mentón de Hugo del Carril para hacerlo aun más recio. Al Goma Vidal le agregaba cinco a siete centímetros de altura. Para hacer crecer, cortaba en la costura de la media, agregaba y pegaba. Así beneficiaba siempre en algo a sus players.

Con el objetivo de darle mayor marco, incluía hinchas en la tribuna verdolaga. Cortaba cabezas de otras fotos y las iba interponiendo hasta llenar la cabecera. A veces se daba que un tipo estaba tres o cuatro veces en el mismo partido… “trillizos”, decía levantando tres dedos para eludir cualquier cuestionamiento. Los hinchas de corazón no decíamos nada porque siempre es lindo tener la tribuna llena.

En el 74 le solicitó a un colega, que viajaba al mundial de Alemania, si le podía conseguir un flash potente. Tuvo que vender el auto, un Torino gris crema, pero lo consiguió. Con ese chiche siguió al equipo por todo el país en ese Nacional. Había varios partidos nocturnos en esa época y ahí nomás montaba su artefacto lumínico. La luz del flash opacaba a las mismas luces del estadio. Cada vez que un rival se disponía a shotear oprimía el contacto que se descargaba furibundo contra los ojos del atacante. Ese año Luraschi atajó varios penales gracias a este mecanismo enceguecedor que para la segunda fecha del torneo Metropolitano ya había sido descubierto y puesto en manos de la justicia. Mandó a García Cambón al oculista y enfrentó un juicio corto pero efectivo. El fallo del tribunal disciplinario de la AFA fue contundente. Por un año no tuvo permitido ingresar al campo de juego en partidos nocturnos. No apeló, salió del edificio de la calle Viamonte ocultando el llanto bajo la solapa del gabán y regresó caminando.

Lo siguió desde la tribuna. Yo lo vi un par de veces. Si bien no podía hacer los cantitos de la hinchada, él gesticulaba con los labios y hacía las señas correspondientes con brazos y manos. Movía los deditos cuando cantábamos... van a a correr, van a correr, de Caballito hasta Liniers... o hacía la señal de la cruz cristiana cuando el grito indicaba... cuidate Calamar, que a la salida los vamos a matar... Participaba y no se perdía una. Pero aun así era notorio que le faltaba algo y sufría por no estar dentro del campo de juego con su lente curioso e incansable.

Cuando enfermó Alfieri padre, vino a buscarlo un delegado de El Gráfico para que cubriera la gira de River y Boca en el exterior. Se negó de cuajo: “Mi cámara no se mancha. Ferro y nada más”, señalizó dando un portazo en las oficinas del semanario que estaba en su época de mayor apogeo.

Corría el año 82. En la final contra Quilmes, decenas de fotógrafos clickeaban contra la formación verdolaga. Uno de ellos lo haría en silencio. Ubicó su banquito atrás del arco de Milozzi. Agité mis brazos para que me viera. Le pedí que me sacara una foto en ese día tan especial. Foto. El primer campeonato, le grité. Esta vez no se nos escapa, lo volví a gritar. Con señas precisas replicó: “El primero no; el segundo”. Luego se sentó en el banquito a enfocar los primeros movimientos de los jugadores. Quedé anonadado. Al rato Rocchia le posaba de frente. Foto.

Por un tiempo no pude enfrentarlo para que se retracte o explicara su sinsentido. Recuerdo haberlo visto dos años después, desde la segunda bandeja de la cancha de River. Lo vi muy pequeño instalarse detrás del arco que defendía Nery Pumpido. Casi se cae del banco de madera cuando Noremberg conquistó uno de los goles que nos consagrarían campeones por segunda vez. Hilvané tímidamente la posibilidad de que aquella vez, contra el cervecero, El Mudo estuviera haciendo futurología.

En el 85 lo crucé en un hotel de Córdoba, fue una goleada sobre Instituto. Ya somos campeones por segunda vez le modulé lentamente para que no hubiese dudas. No, me agitó su dedo índice; por tercera, me comunicó levantando el índice, el grande y el anular. Pero cómo, de qué carajo me habla, le grité nervioso. Andá a cagar, me parece que vociferó y se dio media vuelta para sacarle una foto a Fantaguzzi que paseaba su crespón rubio por el lobby del hotel. Lo odié por no comprender, por toparme con un hombre encerrado en lo que parecía una lógica indescifrable. Para evitar la angustia del no entender no volví a insistir.

A finales de los ochenta fotografió la debacle futbolística como nadie. Luego del sorteo inicial, todos los fotógrafos se iban al arco donde atacaba el rival de Ferro. Desde los tablones los recibíamos con el consecuente: “No pasa nada, no pasa nada, andá a sacarle fotos a la concha de tu hermana”. El Mudo, cargando su maletín de cuero junto con su banco de madera, se ubicaba de cara a los esporádicos ataques verdolagas. Yo lo veía ahí y me llenaba de orgullo. Si el Loco Bianchi pisaba el área ya era un milagro. En cualquier cancha, sin importar el frío o calor, tampoco la posición en la tabla; él estaba estoico. También me siguió llenando de intriga su cómputo erróneo acerca de los campeonatos obtenidos. Esa duda siempre la llevaba conmigo y se hacía flor cada vez que había partido.

Los noventa fueron duros pero no escatimó en sacar su lente y siguió firme moviendo los negativos que se volvían verdes al momento de revelar su verdad. Los juveniles Salmerón y Tula le escondían el banquito tras las ligustrinas que dan al Etchart. Cuando advertía el faltante los corría al grito de: “Déjen de joder y ganen que la B nos espera”. Se ausentó algunos partidos hacia el final de la década por temas de salud.

Cuando falleció fuimos hasta su casa para solicitar las fotos y destinarlas al incipiente museo verdolaga. Nos atendió su esposa y su hijo. Nos contaron que se pasaba largas horas mirando y revelando fotografías. También que llevaba un cronograma con todos los partidos, anotados prolijamente en vastos cuadernos apilados sobre unos anaqueles. Eran los partidos de los últimos 60 años de Ferro Carril Oeste. Los revisamos cuidadosamente: allí anotaba formaciones, el score, el peinado del referí, si el día era nublado, inclusive la cantidad de hinchas. La sorpresa fue grande cuando descubrimos que había modificado algunos resultado del campeonato del 59… campeones. Por ejemplo el partido con River lo finalizó 1 a 0 y no 1 a 4. De Rosario nos trajimos los dos puntos en lugar del empate original. Igualdad de puntos con los Cuervos, pero campeones por diferencia de gol. Tenía razón, rumié para mis adentros mientras me alejaba de ese nervio vivo de fotografías verdolagas. Quizá me lo intentó explicar y yo no estuve a la altura de su pasión, pensé cuando cruzaba Carabobo.




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