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Última llamada


    La fiesta popular estuvo signada por un misterioso acontecer que colocó en alerta a todas las fuerzas vivas de Montevideo. Otro aspecto en que coincidimos los asistentes a la Isla de Flores, fue la poca luminosidad que hubo esa noche debido a una baja tensión en el tendido eléctrico.

    Como muchos, llegué anticipadamente a la cita y me aseguré un lugar de lujo. Planté mi reposera pegadita al cordón de la vereda, de cara a la calle donde en breve desfilarían las comparsas. Hasta ahí no hubiese imaginado que sería testigo de algo tan aberrante y poco que ver con el carnaval. Preparé el mate y me dispuse al disfrute.

    Mientras caía la noche las calles se iban llenando de chiquilines movedizos que, empapados de osadía, disparaban espuma y agua desde precarios rey momos. En las azoteas se conglomeraban los vecinos privilegiados munidos, los más veteranos, de un vaso con whisky. Comenzaban, por fin, esas apretadas noches donde uno es quién quisiera ser y antiguamente se permitía al esclavo ser dueño y soberano de su vida. Grandes y niños jugaban una gran mascarada calzados en pantomimas y ademanes funambulescos. Clavando su humanidad en el hueco diminuto que había entre mi asiento y el de mi vecino se apostó un hombre de sweter y mirada ávida. Nomas al saludar comprendí que se trataba de un turista porteño.

    Pronto comenzó a oírse el contagioso sonar de madera y lonja que hipnotizaba al público diseminado hacia los costados de la calle. Fulmines e irresistibles; chico, piano y repique se cohesionaron nueva y eternamente como así sucedía cuando desembocaban desde los conventillos de barrio Sur y Palermo hacia las enramadas calles de la ciudad, asaltando la nostalgia en cada esquina. Las llamas previas recuperaban el conjuro y la memoria del cuero. El calor inflaba la panza de madera hasta dejarla arrobada e inquebrantable.

    El sonido fue increscendum a medida que la cuerda de tambores se iba acercando acompasada, batiendo sendos parches. Al frente se blandía un estandarte rojo con el nombre dorado de la agrupación. Enseguida asomaron un grupo de bailarinas que se contorneaban rítmicamente agitando ropas coloridas y brillantina pegada en la piel. Una de ellas pasó a mi lado, traía consigo alma de morena y en su rostro iba depositada una íntima cicatriz vertiginosa que denotaba anhelos de perdida juventud. Sus piernas transitaban refinada y atroz armonía; tuve que controlar una de mis manos cuando su diminuto vestuario la rozó en ese baile infernal.

    Bajo las luces amarillas, un temblor de risa corrió por los presentes con la aparición de Mama Vieja y el Gramillero, brujo congo que, acariciándose la algodonosa barba cana, arrojaba dudosos yuyos al aire. Sus pasos destartalados convocan la solícita atención del público. Deliberadamente se coquetean en breves intervalos y suscitan comentarios y gestos alegres. Mamá Vieja iba desplegando un abanico entre sus potentes pechos, los mismos que antaño dieran de mamar a numerosos hijos de familias patricias. Unos pasos atrás correteaba el Escobillero con semblante de letargo y distracción; su escoba pajosa barría el aire, meta limpiar almas y espíritus impiadosos. A medida que acontecían los hechos, tenía que ir explicándole detalles al porteño que, torpemente, seguía el ritmo golpeándose las palmas sobre sus rodillas.

    Decenas de tamborileros, tanto negros como lubolos, surgieron frente a mí con el estruendo propio del ancestral instrumento suspendido por correas y levemente apoyado en muslos ágiles. Caminaban a paso lento, cadencioso; del mismo modo como hacían los africanos cuando bajaban de los barcos con pesados grilletes atados a los pies. La transpiración conectaba las manos curtidas que iban y venían con ahínco desde el estremecido cuero. Un murmullo repentino distrajo a todos: alcanzamos a ver a un flaco desgarbado que completamente desnudo atravesó la comparsa a la carrera. Un agente del orden intentó detenerlo pero con un sprint final tremendo logró alcanzar y perderse por la esquina. Con mis vecinos de asiento nos miramos desconcertados. El compás de la música recuperó su intensidad y todos batimos palmas acompañando ese momento mágico que rememora sin retruque a San Benito y Baltazar.

    Intempestivo, un tamborilero que desfilaba por el flanco nuestro cayó pesadamente sobre el asfalto. Era un lubolo y tenía un dejo de muerte adherido al rostro. El tamboril sin control rodó hasta que se detuvo ante mis alpargatas de yute. Luego advertimos un hilo constante y finito de sangre que lo fue acompañando cientos de metros en su recorrido. Con el porteño concluimos que el balazo fue al comienzo del desfile, que no se oyó por el ruido de los tambores, que no se vio la sangre por el colorado de la chaqueta, que se sabía muerto pero aun así procuró terminar el desfile, tal vez por su inclaudicable compromiso con el carnaval; solo le faltaron los últimos metros.



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