Mi tío comenzó a buscarme los domingos para ir a la cancha. La primera vez que vino manifesté que prefería quedarme en el cuarto jugando o leyendo historietas. Mamá no sé que cosa dijo, pero no me pude rehusar. En el corredor, frente al vendedor corpulento de choripanes, nos separábamos. Él se calzaba un gorrito verde y subía a la tribuna con la multitud desaforada; yo me sumergía en la brumosa humareda, bajo los tablones. Por una animada cortina de papelitos me daba cuenta si el partido había empezado, por algunas canciones y su entonación, si el trámite era favorable o no. Alzando la vista podía divisar el recorte de impetuosas siluetas y el resplandor del sol atomizado por las banderas.
Estar bajo aquel mundo, nervio vivo de emociones, me generaba una adrenalina difícil de explicar en ese momento. Por lo general iba trepando la estructura de hierros atravesados o me hamacaba en una llanta de auto sabiendo que lo más maravilloso estaría por ocurrir de un momento a otro: comenzaban a caer caramelos, manises, monedas, llaves; a veces algunos billetes apretados... Juntaba todo con éxtasis de explorador. Cuando la hinchada saltaba los tablones se curvaban y el nivel de objetos, diré tesoros, caían en mayor medida. Yo esperaba agazapado y me refregaba las manos con fascinación. Cada tanto aparecía otro niño con intenciones de jugar conmigo o peor aun; interrogar acerca de lo que hacía allí abajo. Enseguida le advertía sobre el riesgo inminente de recibir un escupitajo desde arriba. Este argumento resultaba eficaz y permitía que mi espacio no fuera corrompido.
Con el correr del campeonato aumentaron los insultos contra dirigentes y jugadores. Saltaban menos y eso generaba merma de cosas caídas pero, tal vez por la angustia vivida, se estrellaron algunas radios portátiles que se desmontaban contra el piso y las pilas andá a buscarlas. Mi tío me decía: "Te duele todo verlos jugar, no te perdés nada estando debajo de la tribuna". Lo cierto es que lo que ocurrió a partir de entonces no lo esperaba. Comenzaron a caer ojos, primero uno, dos, tres, hasta una docena por partido. Rebotaban en el suelo como pelotitas saltarinas y era difícil encontrarlos. Los iba metiendo en los bolsillos de mi pantalón.
Para evitar que mi madre se horrorizara, los ubiqué en la caja donde ponía las bolitas. Ahí adentro se mimetizaban lo más bien. Un día, tal vez para que repararan en mí, le conté a un compañero del grado sobre mi extraño botín. No paró de insistir hasta que aquella tarde vino a casa a tomar la leche. Le mostré la caja con suspenso, quité la tapa lentamente. Revolvió con una mano floja, luego con las dos. "Son todas simples y pelotudas bolitas", dijo entre desilusionado y estafado. Agarró un par de vainillas y se fue enseguida; en la escuela dejó de hablarme, como antes, como todos.
Ese año el equipo se fue al descenso y nunca supe si, porque mi tío no podía ir los sábados o por haberme adjudicado que traía mala suerte, pero nunca más me llevó a la cancha.
Genial.
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