Habían terminado las clases y, como en un tobogán, los días que faltaban para Navidad se fueron acelerando. Le pedí a papá un arbolito de verdad para poner los regalos y que no sea el de plástico de porquería de siempre. Una tarde regresó del trabajo con un bulto extraño. Dejé de armar de inmediato el rompecabezas y me acerqué corriendo. Cuándo lo vi, uh, me agarró ese cosquilleo de emoción que ocurre pocas veces en un día. Era un árbol tan alto como yo. Papá lo dejó en un rincón. Le insistí que lo plantara en el medio del living y que con maceta no me interesaba. Papá iba evaluando las posibilidades pero enseguida salió mamá de la cocina. Están locos, dijo y agregó: vivimos en un departamento, en un tercer piso. Ahí estuve a punto de llorar fuerte. Papá se quitó el saco, se agachó para abrazarme y decirme algo al oído. Apenas mamá volvió a la cocina a preparar la cena, papá fue hasta la caja de herramientas. Aferrado al destornillador hizo palanca donde le indiqué y levantó cuatro o cinco tablillas del parquet. Luego raspó la losa de cemento hasta formar un hueco que rellenó con tierra. Con cuidado de no romper las raíces plantó el arbolito; justo dónde yo quería: en el medio del living. Al servir la cena mamá revoleó los ojos pero no dijo nada.
Regué todos los días y fue la mejor Navidad que pasé. Después nos fuimos dos semanas de vacaciones al mar y la abuela pasaba a echarle agua. Cuando volvimos casi tocaba el techo. Mis amigas venían a tomar la leche y trepar el árbol. Cómo nos divertíamos. Una noche tocó el timbre el vecino de abajo. Dijo que algo extraño le ocurría a su techo. Que habían comenzado a despuntar una suerte de tentáculos marrones alrededor de la bombita de luz generando un efecto lumínico de belleza inigualable. Mamá torció la boca y murmuró: qué misterio. A la semana siguiente quién tocó el timbre fue la vecina de arriba. Anunció que del piso había brotado un follaje insólito, que al principio se asustó pero luego vio con buenos ojos un poco de verde en la sala del living para cortar con lo oscuro de los muebles. Cosas que pasan, susurró mamá.
Al aproximarse la Navidad siguiente ya alcanzaba el noveno piso de la terraza y las raíces acariciaban la planta baja. Aquí ocurrió lo tremendo. La vieja bigotuda del contrafrente hizo una denuncia en la municipalidad por bronca de que el árbol no visitara su living y envidiosa de la alegría que envolvía a los vecinos de la parte frontal del edificio.
Una cuadrilla llegó con motosierra en mano para talar mi sueño y el de muchos más. Esa Navidad no hubo festejos. Pese a que ya ha pasado casi un mes y estoy con mamá y papá veraneando en las sierras no dejo de recordar, aun con gigante tristeza, aquellos días en que fui tan, pero tan feliz.
Increible lo que he leido. ¿Donde se consigue en la Capital un arbol de Navidad? Voy a preguntar a tu padre...
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