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Annapurna

 

Annapurna, Annapurna...”, fueron las últimas y predecibles palabras pronunciadas por mi padre antes de cerrar sus ojos para siempre. Numerosas veces me había referido qué significaba para él ese nombre. Pero esta vez se clavó hondo la daga en mí, como una necesidad de, por fin, desentrañar que misterio había dejado abrupta huella en aquel hombre que me dio la vida. Abandoné la clínica con ese vocablo regurgitando en mi garganta. Debía actuar y desistir a mis constantes dilaciones. Al día siguiente del entierro aventuré un pasaje en micro y partí resoluto a San Martín de los Andes para, de una vez por todas, acercarme a la verdad, a la verdad que le había fisurado el alma.

    A cada paso siento la obligación de descifrar que cosa ocurrió allá en el sur hace tanto tiempo y le deparó esa inmensa tristeza en la mirada. Quizás a causa de aquello se volvió un compulsivo acaparador de recuerdos y objetos como podían ser periódicos, que se volvían amarillentos en decenas de cajas. También juntaba celosamente partituras de tango con motivos turfísticos. Cuando convivían con mi madre fue tema de innumerables discusiones. Tenía otras manías complejas... completaba crucigramas sentado en el inodoro, a veces durante horas. Mientras se duchaba se ponía a limpiar sus calzoncillos a mano, también los pañuelos que luego pegaba contra los azulejos del baño. Demasiado perjuicio le causó aquel desgraciado suceso. Más preocupante era su renunciamiento férreo a los avances tecnológicos; sobre todo los producidos posteriormente al año 1965. Tampoco era afecto a ver películas modernas o escuchar música contemporánea. Tenía hábitos y gestos mas propios del siglo pasado, tal vez, entendí luego, para aferrarse a ese hecho significativo de su juventud y negar lo que aconteció posteriormente; es decir: su vida, el resto amplio de su vida.

    Ochomiles es un término utilizado para denominar a las montañas más altas del globo terráqueo, aquellas que superan esa marca en metros. Son el techo absoluto del planeta y no hay más de catorce en total. En el año 1950, el ser humano ascendió por primera vez a dicha altura. La montaña se llamaba Annapurna, ubicada en Nepal, en el cordón grueso del Himalaya. Lo lograron dos alpinistas franceses que perdieron varias falanges en dicha empresa. Este acontecimiento, si bien ya pocos lo recuerdan, en su momento derramó larga tinta en los periódicos y revistas de todo el mundo.

    A los pocos meses de dicha proeza, en las cercanías del lago Lolog, muy lejos del macizo nepalí, entre las piernas de su madre asomaba una niña a la que llamaron: Annapurna García. El producto del nombre fue influenciado claramente por la hazaña que conmovió también a los habitantes de ese paraje remoto enclavado al suroeste de la provincia de Neuquén, República Argentina.

    Catorce años después del nacimiento de Annapurna, unos noventa estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires realizaron su acostumbrado viaje de bautismo. Eran muchachos del ciclo inferior que rondaban los trece a catorce años de edad. Se trasladaron en tren desde Constitución hasta Zapala. Una multitud de padres y madres llenaron pañuelos con gruesas lágrimas mientras la formación abandonaba la estación rumbo al sur. Una vez arribados subieron con las pesadas mochilas a unos camiones que los conducirían a su destino final: Lago Lolog. Por aquel entonces los caminos de la Patagonia podían ser un gran problema y se necesitaban vehículos apropiados para sortear grietas y ripios desparejos. El objetivo era intercambiar vivencias y conocimientos con estudiantes del lugar. Tal vez, con las infulas del renombrado colegio, alfabetizar...

    Armaron un nutrido campamento en parte del terreno que ocupaba la escuela. Todo se realizó a pocos metros del lago, que daba nombre al poblado. Entre la treintena de estudiantes de la zona se hallaba Annapurna, entre los llegados de Buenos Aires, mi joven padre. Montaron carpas estilo canadiense, de lona pesada. Entre estaca y estaca el jolgorio propio de la incipiente juventud.

    Enseguida la estudiantina reparó en Annapurna, varios dijeron enamorarse sin rubor. En la primer noche se realizó un fogón donde hubo canciones, se contaron historias y otras actividades que hoy no entenderíamos pero estaban muy en boga por ese entonces. Se dispararon risotadas a troche y moche; la felicidad y vivir parecían la misma cosa. Annapurna era atractiva, alegre y tenía un fulgor tal en la mirada que propiciaba al encantamiento. Sus rasgos mestizos y la profundidad de sus ojos rasgados generaban conmoción. No economizaba su atención y simpatía a todo aquel que lo requiriera, y no fueron pocos. No estaba acostumbrada a ver jóvenes de su edad y resultó movilizante para ella ver semejante cantidad tan repentinamente. La noche culminó entonando canciones propiciadas por la aparición de una guitarra. Todos los estudiantes cantaron cuecas y zambas junto al fogón, envueltos tanto en la alegría como la emoción ingenua y profunda propia de muchachos que cargaban tan breves primaveras en sus mochilas.

    Al amanecer una noticia sacudió la modorra: dos estudiantes habían desaparecido del campamento. Se inició una frenética búsqueda por los alrededores. Pronto uno apareció flotando desnudo, boca abajo, sobre las aguas congeladas del lago Lolog. El otro fue hallado horas más tarde, en la base del cerro Chapelco, cubierto de nieve. Contrajo hipotermia e hizo paro cardíaco, determinaron enseguida. La muerte de ambos estudiantes obligó a suspender la jornada de intercambio. Esa misma tarde emprendieron un apesadumbrado regreso a Buenos Aires. En pleno viaje, otro estudiante encontró la muerte arrojándose súbitamente de la formación en movimiento; su cráneo estalló contra unas rocas apostadas a la vera de las vías. Sellaron las ventanillas y puertas del vagón mientras la consternación se apoderó de alumnos y profesores. Hasta finalizar el trayecto proliferaron, por doquier, ataques de llanto y rictus de amargura.

    Tales noticias sacudieron fuertemente a las autoridades del Colegio Nacional y familiares, que apresuraron la toma de medidas precautorias. Así y todo no se pudo evitar que, a las pocas semanas, un muchacho se quitara la vida arrojándose bajo las ruedas de un tranvía que transitaba por Callao; lo decapitó enseguida y su cabeza rodó hasta las puertas de un almacén. Detalle que me contó papá: fue el último año que circuló este medio de transporte por Buenos Aires. Otro de sus compañeros dejó de concurrir al colegio y nunca se supo nada de él. Además se registraron una veintena más de intentos de suicidio que, gracias a la intervención de los familiares, terminaron a puro electroshock en instituciones para enfermos mentales. El resto de la cursada terminó al año escolar envuelta en una abulia y tristeza infinita pero sin daños de mayor gravedad en la salud. Esa promoción resultó gravemente diezmada.

    Pocos intentaron racionalizar lo ocurrido, el dolor del recuerdo era inminente e insoportable. Papá tampoco y aun, años después, le costaba poner en palabras lo sucedido. Pero en algún sueño o alguna borrachera se le escapaba balbuceante un nombre, un detalle: "Annapurna.... esos ojos..." Luego intentaba sacarle información que a cuenta gotas su memoria, o tal vez para protegerse, me ofrecía. Repitió ese primer año y se cambió de colegio. No salía de su casa del barrio de Almagro y mis abuelos comenzaron a preocuparse. Comía poco y dormía mucho. Lo anotaron en un importante club de la zona para que ejercitara su estado físico. Tenían afecto por la disciplina alemana. No logró los resultados atléticos deseados pero si encontró la pasión por aquellos colores y así se transformó en un fervoroso hincha verdolaga, tal como se denominan a sus seguidores. También lo mandaban a comprar el diario para que se distrajera. Una de esas mañanas el diariero, barbudo y con pullover, lo convenció para ir a una reunión de índole política. A las pocas semanas estaba afiliado sin más al Partido Comunista, a su rama juvenil: la Fede. Reconstruyendo su historia; estoy convencido que esa agrupación sectaria embanderada en la hoz y el martillo evitó que papá se suicidara. Le dio un motivo por el cual vivir y pudo así olvidar o al menos no recordar de modo reiterativo el suceso que tanto lo martirizaba. Allí ocupó vasto tiempo entre torpes afiches y pegajoso engrudo como en reuniones sumamente estériles y no menos interminables. No está de más añadir que también ayudó el club Ferrocarril Oeste a romper ese destructivo espiral emocional en que había caído. Esas dos pasiones fueron su tabla de salvación.

    Hoy viajo hasta el sur convencido en que hallarla será esclarecedor para mí y para todos aquellos que sufrieron atrozmente por verla. En el micro no dejo de leer el libro de Herzog sobre su ascenso al Annapurna. Siento desde el primer párrafo que se trata de un egocéntrico que daría todo por cumplir sus deseos. Un relato crudo y repleto de imágenes fascinantes me conducen a revivir aquella odisea:

    Fueron por la cara norte de la montaña tras dos meses de exploración y reconocimiento del terreno. Antes habían optado por otras rutas pero una y otra vez detenían sus crampones frente a murallas infranqueables y estrechos corredores que coqueteaban con el abismo. Pronto comprendieron que el método francés alpino ortodoxo no funcionaría en esos espolones inmensos de hielo y piedra. Los movía y financiaba una Francia devaluada luego tanto sufrimiento y humillación ocurrida la segunda guerra mundial. Tarea dificultosa resultó atravesar seracs y glaciares que los exponían a constantes aludes. Tras armar un tercer campamento superando la friolera de 6000 metros, los sherpas desistieron de ir hasta la cima; tenían devoción por la diosa de la abundancia y debían adorarla a distancia, jamás profanarla. La aclimatación a la altura se hizo de modo apresurado y en medio de una caída copiosa de nieve y granizo. Otros dos franceses que eran parte de la delegación sufrieron el mal de montaña y tampoco continuaron ascendiendo. Tanto Maurice Herzog como su compañero Louis Lachenal emprendieron ese último tramo que los depositaría en la gloria del alpinismo mundial y le daría a su patria, con esta gesta de forma vertical, su gloria perdida. Un cigarrillo y un tubo de leche condensada fue lo último que engulleron antes del asalto final. Las condiciones climáticas continuaban empeorado minuto a minuto, había peligro latente de avalancha y se avecinaban tormentas monzónicas con sus lluvias torrenciales. El frío aumentó al máximo y la nieve poco estable tampoco ayudaba. Con ese panorama Lachenal propuso abortar a tan poquito de la cima a lo que Herzog declinó, aun sabiendo el peligro que corrían. Eran un equipo de cordada y Lachenal entendía bien la imposibilidad de hacer cumbre en solitario; lo esperaba la muerte segura a su compañero. Entonces fue cuando pronunció esa frase que se haría célebre y emocionaría a toda Francia y al resto del mundo occidental: “Si tu subes, yo te sigo”. Así dijo Lachenal con las ráfagas de viento galopándole en el rostro y a continuación clavó su piolet contra el hielo en sentido ascendente. Con el temple que llevan los hombres cuando se proponen vencer fuerzas poderosas, aquellos dos escaladores franceses encontraron, entre la persistente niebla, una arista con pendiente moderada e hicieron cumbre unas horas después. En todo momento eran conscientes que estaban llevando la bandera gala hasta lo más alto del mundo. Se sacaron decenas de fotografías que fijaron ese momento trascendental. Las que le tomó Herzog a Lachenal salieron bastante movidas y así lo privó de verse en las ediciones gráficas que plasmó el periodismo. Una foto donde posa Herzog es nítida y eso lo convirtió en reconocido héroe eterno que dejó su estela en la historia viva del alpinismo. Aquella tarde Herzog estaba maravillado contemplando buena parte del globo terráqueo subido a algo inconmensurable y siguió tomando fotografías desde todos los ángulos. Sentía como el azul del cielo se le venía encima. Cantaba y gesticulaba envuelto en el más alto frenesí, no podía dejar de vislumbrar las nubes vistas desde arriba. Todo le era sublime incluso él mismo. Comprendió que ningún mamífero habitaba a esa altura y ni siquiera las aves se animaban a volar sobre una elevación tan radical de la corteza terrestre. Lachenal por su parte, exhausto, le suplicaba que se apresuraran a bajar; le explicó severamente que no hay cuerpo humano que tolere dicha altura, tanto tiempo. En medio de las sesiones fotográficas, Herzog perdió ambos guantes, algo que pagaría muy caro. La falta de oxígeno hace que los pensamientos se tornen lentos pero irreductibles y las acciones sean consecuencia de ese umbral de desavenencias.

    El aire acondicionado mezclado con las sensaciones del relato me provocan frío y me ajusto el cierre de la campera hasta el cuello. Luego intento comprender como un padre pudo nombrar a su hija del mismo modo que una de las montañas más peligrosas del mundo. Descubro que de cada diez personan que intentan el ascenso, cuatro mueren y otro tanto queda con secuelas irreversibles. Recorro el pasillo del micro en procura de un café. Por la ventanilla observo que estamos cerca de una rugosidad importante en la tierra; entiendo que ya estoy próximo a la Cordillera de los Andes. Vuelvo al asiento y más abrigado sigo leyendo...

    Tras una hora en la cima, con severos principios de congelamiento, iniciaron un apresurado descenso. Pese a estar sin guantes y no sentir las manos, Herzog pretendió seguir en la cima unos minutos más, estaba visceralmente eufórico; tal vez producto del consumo desmedido de anfetaminas que daban vigor y reducían la noción de peligro. Una tormenta de nieve que provenía desde la escarpada cara sur de la montaña y los reiterados ruegos enardecidos de Lachenal lo disuadieron. Al bajar se perdieron pues la visibilidad había mermado notablemente y era dificultoso encontrar el sendero. Debido al peligro de inminentes cornisas rodeadas por paredes gigantes de hielo decidieron detenerse. Tuvieron que dormir atrincherados en una grieta de la formación geológica para protegerse ante esos feroces agentes climáticos. Se potenció el dolor de cabeza de ambos, también sufrieron un cuadro de aguda deshidratación y se avizoraba un inminente edema pulmonar y cerebral. Durante la noche no sintieron los miembros superiores ni inferiores. La excitación del logro no les impidió saber que en ese estado no podrían bajar por sus propios medios. En sus cabezas rodó pesadamente aquella máxima de los escaladores: “El ascenso a la montaña no culmina en la cima, eso recién es la mitad, falta descender”. Por la noche acariciaron, entre sueños, la piel más nervada del cielo. Despertaron enceguecidos por la refracción del sol sobre la nieve. Intentaron avanzar unos pasos pero fue inútil.

    El resto del equipo, junto a los experimentados sherpas, los encontró pasado el mediodía. Quedaron horrorizados por el estado en que se encontraban las manos de Herzog, parecían garras petrificadas. Con gran dificultad los deslizaron por la capa superior de nieve y en ocasiones fueron bajados sobre los hombros robustos de los oriundos del Himalaya. Herzog iba delirando con una sonrisa torcida en el rostro. Lachenal bajó desmayado, abatido por el cansancio. En el campamento intermedio les dieron abrigo seco y bebidas calientes. Con la infructuosa pero esperanzadora técnica de la soga intentaron darle rápida circulación a los pies entumecidos de Lachenal y las manos garfias de Herzog. El doctor Oudot les suministraba, además, potentes analgésicos a base de morfina para amalgamar los dolores infinitos. Al llegar al campamento base el doctor comprobó lo que suponía: un acelerado proceso de  amarillenta gangrena en varias falanges. Sin anestesia,  Oudot debió amputar varios dedos de manos y pies a ambos alpinistas. Herzog se llevó la peor parte ya que se dejó en la montaña pedazos de todos sus dedos, lo que no perdió nunca fue la sonrisa. Muchos años más tarde contaría que no sufrió en demasía la angustia de la pérdida pues había dejado para siempre algo suyo en el Annapurna y eso lo reconfortaba; además reiteradamente soñaba que esos diez deditos quedaron correteando libremente por sus laderas. En una entrevista dijo que hacer cima por primera vez en un Ochomil es como arrojarse y poseer a una mujer difícil hasta someterla, o más bien violarla... no sé si la traducción fue la correcta pero me pareció entender eso.

    Mientras el micro recorre por los siete lagos, leo la parte de como fueron recibidos en París como auténticos héroes. Bajaron del avión envueltos con vendas y alzados por asistentes, producto de las reiteradas mutilaciones. El público y los periodistas los vitorean y hay no pocas miradas de asco y conmiseración debido a las crudas lesiones. Recuerdo los dedos de papá y como cuidaba celosamente sus uñas, los mismos que usaba para mostrarme su colección de estampillas; una práctica ya en desuso pero que lo llenaba de orgullo. Me contó de la muchedumbre que se reunía bajo el ombú del Parque Rivadavia. Pensé por un instante en la pasión por la filatelia, en el engomado de numerosas cartas, en las palabras inútiles.

    Llego a San Martín de los Andes y busco hospedaje. En un restorant como trucha, el manjar de la zona, y bebo buen vino: Vasco viejo varietal. En la última página del libro aparece escondido un epígrafe firmado por el propio Maurice Herzog: Todos en la vida tenemos un Annapurna y diez dedos. Cierro el libro y pido un postre. Tras unas averiguaciones en la terminal, me reconforto al saber que al día siguiente un colectivo de línea me llevará a primera hora hasta Lolog, hasta el sitio donde ocurrió todo. Han pasado más de cincuenta años de aquella tragedia que sacudió los cimientos del colegio Nacional Buenos Aires y luego muchos omitieron circunspectos, pienso antes de conciliar el sueño, acurrucado bajo las sábanas del hostal que me procuró albergue.

    El colectivo salió pasadas 6 am y me condujo a destino cerca de las 6 45 am. El frío y la desolación fueron la misma cosa. Lejos de lo que había imaginado, Lolog era un caserío que rodeaba el lago. Me encaramé tiritando por la calle principal, llamada Doña Emma. A las 9 hs vi pasar un ser humano. Me acerqué cauteloso y frotando las manos le pregunté por Annapurna. Me dijo que la persona que podría ayudarme era la hermana de Doña Emma, que aun vivía. Fui hasta la casa cargado de esperanza. Su nieto me hizo pasar a la cocina. Me encontré con una mujer nonagenaria, tenía buen semblante y tomaba arroz con leche líquido usando cuchara. Le consulté, modulando despacio, por Annapurna. Detuvo la cuchara, entornó los ojos y negó conocerla. Blandió la cuchara que volvió a su boca. La miré fijamente y estimé que a lo mejor su memoria podría jugarle una mala pasada o acaso fue tan horrendo lo ocurrido que prefería no recordar aunque tal vez no se trataba de su voluntad sino que el olvido había operado con su propia inercia. No volvió a dirigirme la mirada y abandoné la casa y, al mediodía, Lolog.

    Con la certeza de mi fracaso caminé toda la tarde atravesando el frío seco que envolvía las calles de San Martin. En el aire aparecieron diminutos copos de nieve que se deslizaban por mi abrigo. Ingresé a una cervecería a calmar el descontento de no hallar a Annapurna; tal vez ya hubiese muerto, pensé luego del tercer porrón. Debería andar por los setenta y cinco años al igual que mi padre. A un señor que a simple vista era lugareño le conté mi desdicha. “Yo puedo ayudarlo”, me dijo. Mi salvador era grande como un oso, con ojos chiquitos e inquietos. “Esa mujer vive a tres cuadras de aquí”, concluyó. Quedé estupefacto y anoté bien la dirección. Quise abrazarlo pero tenía todo el tiempo las manos en el bolsillo de la campera. Ya era tarde y me fui al hostal a dormir.

    A media mañana me aposté en la calle señalada. Se trataba de un comercio que vendía artículos de camping y pesca, comprobé al acercarme hasta la vidriera. Dentro había dos mujeres. Me presenté sin eufemismos y con datos crudos. La más vieja llevaba lentes oscuros y me condujo hasta la puerta con suaves ademanes. “En un rato vuelvo, hija”, indicó. Caminamos en silencio hasta la playa del lago Lacar. Sació mis inquietudes pausadamente, con una dicción perfecta. No recordaba a mi padre, sí lo ocurrido en aquel campamento trágico. Me explicó que hasta ese momento no sabía lo que producían sus ojos, nunca antes había estado con alguien que no fuera de Lolog, que la conociera desde niña. Luego fue a estudiar magisterio a la capital de la provincia y le ocurrieron sucesos parecidos de los cuales no quiso detallar. A partir de ahí comenzó a usar gafas oscuras, sabiendo que si un hombre la miraba de frente se desencadenarían una serie de hechos terribles que los dos conocíamos muy bien. Se dedicó denodadamente a la docencia. Daba sus clases sin sacarse los lentes. Llegó a ser directora de escuela, cargo con el cual se jubiló. Ahora era comerciante, me aclaró. Y su hija, pregunté. ¿Cómo, con quién la tuvo? “Con mi marido, el es no vidente. Cuando lo conocí, supe que era el indicado”. Asentí para mí mismo en señal de comprensión.

    Antes de despedirme le agradecí llorando y la abracé muy fuerte. Quedé de pie frente al espejo de agua estremecido por todo lo que acababa de escuchar. Di media vuelta y la vi alejarse lentamente, con el paso propio una persona mayor como era. Me asaltó una intriga final y la llamé por el diminutivo de su nombre. Giró y se detuvo. Recorrí de prisa esos pocos metros y apenas balbuceé: “Sus ojos, ¿me permite verlos?”. Como suponía, se negó dulcemente. Perseveré con desmesurado anhelo y juré responsabilizarme por tal solicitud. Era más importante, lo era todo, alcanzar a ver esos ojos pese a cualquier riesgo que pudiese ocasionarme. Ladeó la cabeza desaprobando lo que iba a realizar; una de sus manos descorrió los lentes... fue sólo un segundo, un instante fugaz donde me permitió ver ese peligroso tesoro... créanme que sentí vértigo de inmediato y un escalofrío corrió ligero por mi cuerpo. Alcancé a divisar esa huidiza curvatura en la línea del horizonte. Más maravilloso todavía fue ver, en ese radio inmenso, el estadio Ricardo Etcheverri cubierto de papelitos; enseguida vi la vieja casa de la calle Mármol aun en pie, además vi una largada enjundiosa en el hipódromo de Palermo; estaba viendo rosas rojas junto a una determinada lápida del cementerio alemán... cuando bajó los lentes y todo se volvió oscuro. 

    Volví al hostal y me encerré urgido de escribir este valioso informe que tal vez pueda llevar tranquilidad a más de uno que ha sufrido al oír ese nombre, que ya no me atrevo a mencionar. Afortunadamente falta poco para finalizarlo pues de repente estoy sintiendo frío en la nervadura de los dedos y no sé cuanto tiempo vital les queda, antes de la necesidad imperiosa de amputarlos.


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