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Bilis, acción y Barbarie

 

Yo era un incipiente cronista de un periódico en expansión. En esa época andábamos animosos por recrear los sagrados hechos del devenir nacional. No era por capricho sino que corría el año del Centenario y la historia argentina era entonces apenas una colección de miscelaneas. Cada cual, desde su recinto, quería aportar. Anduve semanas indagando por los barrios antiguos de la ciudad; hallé algo que podría servir. Se trataba de la última cautiva, víctima de los malones acontecidos en el siglo pasado. Me confirmaron que aun vivía y tomé nota de una dirección por el barrio Barracas. Agitado y ansioso me aposté frente a una casona de dos pisos. La criada atendió mi solicitud asomándose irresoluta a la vereda. Le expliqué con pormenores la situación de mi presencia. Pareció no entenderme y con marcado pasmo en los ojos desapareció por la puerta cancel. Media hora más tarde regresó con la nueva: mañana a la hora del té lo espera la señora.

Al día siguiente me presenté puntual. Subí por escalera hasta el primer piso. Allí, sentada en una mesita que daba a un estrecho balcón, pude anunciarme ante una anciana envuelta frenéticamente en un chall beige. Sacó una de sus manos del tejido, pronto la agitó para indicar que me sentara a su lado. La criada trajo té para ambos y unas galletas de miel; se retiró enseguida. Lo que oí esa tarde no lo esperaba y hoy, tantos años después, aun no he podido olvidarlo. Una serie concatenada de acontecimientos brutales germinó de su boca. A medida que hablaba parecía ir rejuveneciendo; era impactante ver como su piel se alisaba con el correr de las palabras. Incluso, había pensado que estaba postrada, se puso de pie en dos ocasiones para airearse en el balconcito que daba de cara al sur profundo de la ciudad. Con pluma y tintero cargado anoté sus dichos del modo más fehaciente posible:

«Cuando un acontecimiento horroroso sacude nuestras vidas sucede algo que nos marca para siempre y nos obliga a revivirlo incesante en el paso del tiempo. Un tormento que sucede en cualquier oportunidad y se torna parte de la realidad, más aun, logra que la realidad se vuelva extraña y esa cosa, ese recuerdo viscoso ocupe, se presente, como lo más real, como lo único real.

Era una niña aun, cuando mis padres se instalaron en un pueblo fundado hacía muy poco, alejado de las ciudades, buscando un, hasta el momento esquivo, porvenir. El desierto inconmensurable rodeaba todo, volviendo al paisaje como una cosa aletargada. Lo que algunos denominan arrabal, allí no existía; era un salto al vacío sin más, sin atenuantes. En esa intemperie árida y seca se fue formando mi cuerpo de mujer y mi carácter. No debo olvidar que con nosotros también vivía mi hermana menor, compañera de juegos y confidente. En aquellos primeros años se edificó la capilla, una dependencia administrativa y un almacén de ramos generales.

El día anterior al hecho, que marcó un antes y un después en mi humanidad, corrió un rumor desmesurado por el pueblo. Muchos huyeron al fortín que estaba unas pocas leguas al norte. En ese entonces los fortines andaban débiles por el desplazamiento de varios soldados al Paraguay y por la deserción en banda de gauchos y negros. Nuestro padre declinó esa opción y cuan católico que era se encomendó a Dios. Al alba ocurrió y todavía puedo sentir como retumba el piso de la casa por el galope impiadoso de lo que parecían mil caballos desbocados. Una nube de tierra seca cubrió cualquier posibilidad de vislumbrar algo certero por la ventana, todo afuera se tiñó de polvo. Comenzaron a rodearnos y pronto oímos gritos depravados proferidos por jinetes de torso desnudo y cabello renegrido. Los vimos cuando se asomaron curiosos y severos por los ventanales. Fue cuestión de minutos para que apearan con agilidad y de un golpe certero a la puerta intrusaran la casa.

Nuestro padre se interpuso abriendo los brazos y rogó con la biblia en la mano. La palabra de Dios no los amedrentó y fue lanceado directo al corazón de inmediato. La biblia y él se desparramaron, a un mismo tiempo, en el suelo. Mamá se arrodilló implorando sobre su pecho, que se iba cubriendo de sangre caliente. Con mi hermana menor quedamos inmóviles en un rincón, ocultas bajo una cobija. Mantuvimos la respiración pausada hasta volverla inaudible. Por una hendidura del tejido pude ver como saquearon todo lo que se les ponía de frente. Con frases cortas e intermitentes se comunicaban entre ellos en un idioma que nunca antes había oído. Depredaron la alacena, se alzaron con las sillas, la mesa chica de la cocina; hasta las cucharas más chiquitas. Con destreza ataron el botín a los estribos de los caballos, se los notaba ufanos.

De pronto aquellas voces extrañas parecieron alejarse y con mi hermana nos aferramos de las manos, bajo la oscuridad que posibilitaba aquel escondite. Cuando la esperanza de que se hubieran ido era mucha, un ramalazo de luz dinamito los ojos. Un indio fornido, de músculos brillantes, agitó la cobija al aire con su lanza y quedó erguido frente a nosotras. El ceño pronto se agitó a causa del hallazgo inesperado. Una gota de sudor fue resbalando por su pecho lampiño hasta perderse más abajo del ombligo. Me miró de soslayo, sin gesticular. Su mirada continuó el trayecto hasta mi hermana que temblaba hondamente a un costado. Mientras acercaba el brazo macizo y tierroso hasta el cuello de mi hermana un hálito espeso y bestial escapaba fulminante de su boca. Pronto clavó férrea la mano sobre su seráfico hombro y la asió contra su cuerpo profanador. Ella no opuso resistencia y quedó inmóvil, tal vez desmayada. Por el movimiento brusco con que fue montada a la grupa del caballo, un seno puro y blanquecino quedó fuera de su vestido, apenas cubierto por un mechón de cabello. No había en sus ojos ni terror, ni realizó jamás un gesto atormentado; más bien estaba como alejada, vacía de sentimientos. Presentí, mientras se la llevaban desierto adentro, que con su alma frágil no iba a aguantar los ultrajes que, se sabía bien, sufrían las cautivas. Comprendí enseguida que, a medida que se alejaba aquella polvareda ruidosa, también se alejaba mi inocencia de muchacha. Sin padre y sin hermana todo se tornaría más gravoso.

Aun hoy, ya han pasado varios años, no hay día en que no recuerde esa mirada de desprecio que sacudió mi alma y llenó de bilis mi ser. Cuando ya se habían ido y reinaba el peor de los silencios, encontré en el piso una pluma de chajá. La agarré sabiendo que se le había caído al salvaje que, hacía minutos, con su desdén me había humillado. Ese recuerdo anidó toda su gestación en mi mente, atormentándola para siempre. 

Poco tiempo después de aquella tragedia familiar mamá dejó de comer y, sin soltar jamás la biblia de papá, pudo morir. En pocos meses un vértigo fuerte de sensaciones y hechos sobrevino a mi alrededor y hubo más si, que tal vez. Contraje matrimonio con un próspero comerciante que se encontraba de paso por el pueblo y me llevó a vivir a la ciudad. Mi hermana lo hizo en una toldería a cielo abierto. Pude saber por soldados y mensajeros que al principio fue disputada por unos guerreros y que luego pasó a manos de un capitanejo.

A partir del arribo a la ciudad quedé encerrada en mi casa haciendo los quehaceres domésticos. Sólo salía para hacer las compras de víveres y objetos necesarios. Sentí, ya a los pocos días en mi nueva vida, que se desencadenaba una asfixia grande por la obligación de cumplir con el deber conyugal. Una o dos veces por semana satisfacía sus bajos instintos en mí, lo hacía mientras me echaba pasivamente de costado, lo hacía a pesar de la persistente migraña que me partía la cabeza de modo reiterado. Una noche lo esperé despierta y, por algún inexplicable motivo, envuelta en convulsiva lubricidad. Se alejó del dormitorio y no regresó hasta que quedé completamente dormida.  

Al año de matrimonio parí un hijo que nació muerto. En las empecinadas siestas mi mente soñolienta se dirigía con trayectoria errante al desierto vasto. Me acompañaba el viento y el grito solitario de algún pájaro. A veces lograba alcanzar las tolderías y podía verla o eso creía pues la constante bruma de polvo disipaba una buena visión. Entonces la imaginaba con gesto ausente y las ropas raídas colgando de sus hombros.

Mi esposo tenía sus múltiples asuntos y estaba poco en casa. Regresaba de noche con aliento cargado en tabaco y alcohol. Luego de la perdida de su hijo se volvió aun más huraño y taciturno. Una comida mal sazonada podía provocar su ira, la pronunciación de una frase inadecuada también. La migraña se fue acentuando hasta alcanzar una potente angustia.

Hubo sueños, de una realidad alarmante, donde iba decidida a precipitarme en el desierto; lo hacía montada a pelo en un caballo negro de crin brillosa. Las piernas se me erizaban al hacer contacto con el pelaje del animal y se llagaban a poco de penetrar en la persistente chatura del terreno. El viento raleaba los secos pastizales y obstinados arbustos. Hubo un viaje de ida que se confunde en mis recuerdos; un viaje de vuelta, muy distinto, donde ya no soy la misma.

Sorpresa grande se llevaron esos indios al verme llegar. Esa noche hubo fiesta y el cacique, en un frenético ínterin, me llevó firmemente de la mano a su carpa. No hubo súplicas ni forcejeos; iba envuelta en un sueño arremolinado. Noté de inmediato que apenas podía mantenerse en pie a causa del alcohol que tenía dentro. En un movimiento brusco me puso de espalda y con esfuerzo, pues era más bien bajo de altura, colocó su miembro erecto y polvoriento en mí. El tenue resplandor de gran fogata ingresaba por uno de los laterales de la carpa. Pocos segundos transcurrieron para que lo sacara dejándome dentro, atrozmente, su líquido espeso y tibio. Luego se tiró contra unas mantas y se quedó, en un pronto transcurrir, adormilado. Esa noche supe que mi hermana había sido vendida a otra tribu y que tras la violación sufrida, el desierto árido se había instalado dentro mío.

El amanecer fue bello como doloroso. Me vi envuelta en una situación que poco antes jamás hubiera imaginado, una situación que se convirtió, aun hoy, en lo más real que viví en mi larga existencia. Fui activa testigo de un mundo nuevo. Las mujeres tenían vedado ir más allá de la aldea; el desierto era su límite. Tampoco podían acceder al tabaco y al alcohol; los vicios eran potestad de los hombres. No había lugar a la incertidumbre, todos sus pasos estaban cifrados. La tarea, además de procrear y ser objeto de deseo carnal, consistía en el aseo y alimentación de la comunidad. Además se dedicaban a tejer y reparar los toldos luego de alguna ventisca fuerte, cosa que sucedía a menudo. Las cautivas eran, además, víctimas del celo de las concubinas de los caciques; para señalar su enojo en ocasiones nos mutilaban el lóbulo de las orejas. De ese modo quedábamos imposibilitadas de lucir sendos aros colgantes, que tanto excitaban a los hombres de la tribu. Me aferré a la biblia entre tanta desmesura, también a una plantación de papas chiquitas de la que era la encargada; salían de a cientos esos inusitados papines bajo la tierra árida.

Supe que, al poco tiempo de estar en cautiverio, mi esposo se acercó hasta la lejana frontera con una comitiva. Entregó dinero y objetos valiosos al cacique de la tribu, el mismo que me había ultrajado. Supe que el objetivo de tal acción no fue para liberarme sino para que no pudiese escapar de allí, para que quedara confinada, para siempre, como una salvaje. Tal vez por eso fue que una tarde cualquiera me despellejaran las plantas de los pies. Lo aborrecí con rabia pero con el tiempo pude comprenderlo; él, ni ningún hombre civilizado podría soportar un dejo de impureza y barbarie en su mujer.

Extrañé las virtudes del espejo y saber en qué día estábamos según el calendario gregoriano. Pasé fatigadas noches repletas de sueños caóticos y sudores fríos e infinitos. He visto muchas cosas en mi estadía como prisionera. Eran proclives a la adoración del fuego e incluso recorrían varias leguas para obtener ramas grandes. Presencié, luego del éxito de los malones, como se preparaba un banquete ruidoso con mucho alcohol y danzas escandalosas que terminaban en cópulas estremecedoras. 

Una mañana me hallaba arreglando el toldo de una de las esposas más próximas al cacique, pues tenía varias. Ella tomaba mate afuera y cada tanto entraba para controlar mi trabajo. Luego me obligó a coserle algunas de sus ropas, no eran muchas. Era bajita, como todos, con el pelo lacio y muy largo. Al finalizar la tarea me quitó las ropas y con delicadeza fui recostada sobre el cuero blando de un animal. Me examinó lentamente; en sus ojos encontré un manojo de lascivia. Ágil se fue agachando y me separó las piernas. Yo, envuelta en turbación, espiaba sin moverme de ese precario lecho. Entre sus belfos labios asomó una ávida lengua que comenzó a lamerme una tripa protuberante que se escondía recóndita bajo el bello púbico. Lo hizo un tiempo prolongado; no sabía que hacer y, no sin estupor, me dejé estar. El ritmo de mi respiración fue en aumento y comencé a sacudirme enajenada, pronto la respiración se tornó en gemidos hilvanados desde lo más visceral de mi ser. Algo ocurrió de repente: estallé en mil fragmentos envueltos en filigranas que desbordaron mis cabales. Nunca, lo juro por lo más sagrado, tal vez Dios o papá, hubiese imaginado que tan tremendos poderes estaban agazapados en mi cuerpo. A partir de esa curiosa experiencia los dolores de cabeza, que tanto me atormentaban, menguaron notablemente.

En la larga estadía en que viví con ellos comprobé que carecían del sentimiento de pudor o vergüenza, tal vez producto de tener el hábito de la intemperie. Era gracioso verlos defecar acuclillados a pocos metros de las tolderías, con la mirada perdida en la llanura inacabable. Su carácter era cambiante en alto grado; podían ser hoscos y tan solo segundos después muy cariñosos. O por ejemplo podían gritar vehementes unas cuantas horas seguidas hasta dejar rojas las cuerdas vocales y a continuación mantener sosegado silencio el resto del día. También pude comprobar que carecían del don de mentir. Jamás los vi llorar, a no ser a los niños de muy corta edad. Logré desentrañar, a causa de una observación profunda, que tenían momentos de gruesa melancolía, lo que los volvía taciturnos y enigmáticos. Reír, no reían mucho pero no era difícil observarles una dentadura putrefacta a causa de las golosinas que arrebataban a los huíncas, así llamaban al hombre blanco. Su higiene en general no era meticulosa pero créame que en la ciudad he visto y olido cosas peores. En el tintinear de mis recuerdos todavía puedo vislumbrar sus ademanes infantiles y la inapelable sensación de hipnosis que sufría cuando el sol declinaba sobre la línea abrumadora del horizonte.

Los niños eran curiosos y vi algunos con rasgos familiares. Los enloquecía de contentos beber sangre de yegua. Numerosas veces soñaba que mi hermana estaba perpetuamente pariendo hijos, poblando el desierto argentino de mestizos. Luego, cuando fue vendida a una tribu de Chile, seguiría gestando tras la cordillera. Hubo no pocas noches aciagas donde la única esperanza era morir y a su vez me sumía en la desdicha de pensar una muerte tan cerca de la nada, tan alejada de Dios.

No terminé de aprender su idioma repleto de gritos metálicos y resbaladizas consonantes. Por mera supervivencia pude distinguir algunos significados de aquellos sonidos: los secos y agudos manifestaban que era el tiempo del aseo; los ondulantes y con muchas emes eran los de cocinar alimentos. Un tercero alargado y finamente amargo indicaba que debía ir a a calmar prontamente los furores eróticos del cacique o capitanejos. Como pasaba el tiempo y no quedaba preñada, de a poco me fueron dejando de lado para tal cosa pensando que tenía una maldición o algo así; inclusive la esposa del cacique, lamenté. Lo bueno es que pude tener mejor relación con el resto de las mujeres; ya no era una competencia para ellas.

En el transcurrir de los meses conviviendo con la tribu fui pasando del asco a la compasión en mis consideraciones. Y hoy mi mirada hacia ellos es mucho más benévola, más aun sabiendo a ciencia cierta que fueron aniquilados por una cultura que se pretendía mejor, que enarbolaba banderas de la civilización y ya ve, no hace falta ir muy lejos para ver como viven apiñados de a cientos en un conventillo, un conventillo del mundo moderno y civilizado. 

Pese a ser diestros en el manejo de la lanza y la boleadora, los días de apogeo de los indios estaban contados; para entonces ya se había trazado con fierro el mapa sólido de la patria. Fui rescatada por la columna oeste del ejército. Un chajá gritó dos o tres veces en el cielo plomizo mientras nos sobrevolaba. De regreso a casa padecí vértigo al hallarme frente a tantas puertas y paredes; también comprobé que mi esposo había enfermado gravemente. Al verme sufrió afligida extrañeza. Comprendió que ya no era la misma. Estaba muy flaco y barbado. Él dormía en la cama matrimonial y yo en el piso, echada sobre unas mantas, donde me sentía más cómoda. A pesar de todo, procuré acompañarlo en sus últimos días, cuando le cerré los ojos. Los mismos que, no pocas veces, clavaron su desprecio en mí. No los mismos pero parecidos, aunque aquella vez salvajes e igualmente desdeñosos para conmigo y que luego se depositaron libidinosamente en el cuerpo virginal de mi hermana.

Ha pasado mucho tiempo y asomada desde este balcón no dejo de asombrarme por los últimos avances tecnológicos. Ver pasar un tranvía o eso tan novedoso que llaman automóvil hace que aquello que me sucedió parezca aun más lejano e irreal.»

Cuando concluyó el relato quedé absorto por la contundencia de los datos además de confundido, ya que no pude ocultar que arrastraban consigo ciertos desajustes en lo narrado. Pareció comprender lo que estaba cavilando y solícita recogió con pasmosa lentitud su blanquecino pelo. Mirándola de frente, se me sobresaltaron las emociones cuando alcancé a ver como los lóbulos de ambas orejas se encontraban mutilados.

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