Por entonces era un iniciado en el periodismo deportivo. Aun entusiasta y adorador de los hechos nobles.
Sentado en el último asiento de la Lujanera repasaba las preguntas que había ideado para espetarle al Chueco Arismendi. Me había repasado toda su carrera. Desde esos cuatro partidos en primera hasta los épicos encuentros de las ligas provinciales. Sobraban hazañas y anécdotas. El Chueco era un jugador de la vieja escuela y por diferentes motivos su merecida fama no llegó a trascender el paso del tiempo.
Envalentonado por una causa justa me presenté ante su morada. Antes debí andar a pie seis calles de tierra, ruta adentro, y lidié con perros cimarrones que olisqueaban a cualquier extraño, presurosos de enseñar sus dientes afilados.
Fui recibido por la esposa, muy asombrada que un periodista se aviniera de la Capital pretendiendo entrevistar a su marido. Me alcanzó un mate y alertó enseguida sobre avanzado cuadro de Alzheimer del Chueco. Dos de sus hijas lo escoltaron hasta un desvencijado sillón, donde procuré conversar con él.
Vana empresa fue intentar que rememorara partidos, datos, anécdotas... ni hablar de fechas precisas. Lo miré a los ojos con fijeza; una bruma salada pareció haberse instalado entre los dos. Era evidente su desmemoria. Cuando le pregunté por su nombre encogió los hombros y ladeó los labios... no recordaba tampoco.
Una mirada insistente de su mujer me alertó de lo inútil que sería proseguir la entrevista. Usted ya sabe todo del Chueco, conteste por él.
Cuando atravesé la puerta de calle tuve la certeza que el Chueco ya me había olvidado.
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