Apaga
el pucho y me dice:
Dale pibe que entrás. La
tensión infinita del partido empatado. Faltan cinco minutos y todo
indica que puede haber alargue. Estoy por jugar la final de la copa
del mundo. Mi sueño eterno. Sonrío emocionado mientras hago la
entrada en calor. De los nervios ni vi por quién entré, creo que
Villa o fue Alonso. No importa, ya estoy adentro.
Un
gran quite de Ardiles, me la cede y empiezo a eludir camisetas naranjas, dos,
tres, cuatro, sale el arquero que es tan alto como el obelisco. Se la
coloco rasante entre los pies. Gol, gooooool, grito mientras corro
buscando abrazarme con los hinchas. Supero los carteles publicitarios
cuando me agarran de la camiseta y caigo tumbado al piso. El tiempo
parece detenerse. Una montaña de cuerpos sobre mi humanidad. Me sofoco
aplastado contra el césped. No puedo respirar y siento que los
tapones de varios botines se clavan en las costillas. Procuro sacármelos de encima. Por fin puedo sentarme. Refriego
los ojos llorosos y con pasto. Los abro: el estadio no está. A un
costado lo veo al Tolo Gallego que ronca acurrucado contra una manta.
Comprendo que estoy en la concentración y todo fue un sueño.
Los
músculos se me tensan. Intento calmarme. Siento un pinchazo en la
pierna izquierda; presiento esquince o desgarro. Me gana la angustia
de saber que la final es hoy y no voy a poder jugarla ni unos
minutos. Lloro e insulto desaforado. Adiós ilusión. Está por
amanecer. El Tolo Gallego se acerca para ver que ocurre. Me pregunta
que sucede. No puedo hablarle, intento pero no puedo, apenas un
balbuceo indescifrable. Parece dormido y con poca paciencia. Me da un
golpe con el revés de la mano que me recuesta nuevamente en la cama.
Un tenue mareo impide que reaccione.
A
media mañana despierto y puedo abrir enteramente los ojos. Estoy en
mi cuarto de la calle Lescano. Desorientado voy hasta la cocina. La
Tota me ofrece un mate y me abraza. No le explico nada, ya sabe todo. Es lo más real que tengo.
Comentarios
Publicar un comentario