Esa
noche volví de la facultad más tarde de lo habitual. En el
subsuelo, al lado del bufet, había participado de una reunión
político-estudiantil. Lo hice más siguiendo una esperanza de amor
que por convicción política. La puerta mal entornada del
departamento fue la señal inequívoca de que algo no andaba bien. Un
frío seco me paralizó cuando abrí de par en par y vi todo dado
vuelta. Cerré enseguida y procuré girar sobre mis pasos para salir
corriendo. Un mareo atravesó el intento. Recostado contra uno de
los laterales del pallier intenté recuperarme. Profusa, una sombra
observó lo ocurrido. Luego imaginé la posibilidad de un vecino
asustado o el portero del edificio con su franela en la mano. No
puedo recordar si fui rígido por el ascensor o bajé alocado esos
tres pisos por las escaleras. Algún resorte mental me imposibilita
generar la memoria adecuada.
Desde
un agitado teléfono público llamé a mi madre y le explico lo
sucedido. Al otro día me acompañó a Ezeiza. Nos despedimos como
nunca lo habíamos hecho. Le agarré las manos un buen rato antes de
ingresar en migraciones. Un tío lejano marcó el destino del vuelo.
Vía México, DF. La primer noche que pernocté en tierra azteca
comprendí que el abrupto cambio de vida traería consecuencias. Se
sucedieron figuraciones aisladas encerradas en un sueño aterrador. A
la mañana siguiente me presenté en la UNAM para proseguir mis
estudios. Me abordaba la sensación que debía accionar rápido para
no paralizarme. Me anoté en un postgrado de tres meses para nivelar
y, sin dilatar, comenzaría la cursada al siguiente año.
Una
de esas noches, la pesadilla fue más viva, más atroz. Pude ver como
detrás del portero, era él con su franela sudorosa, un sujeto
pronunciaba mi nombre. Otros tres salen del recodo de la escalera y
me tumban a piñas. Me desvanecí por los golpes. Apenas pude sentir
un fuerte apretón de acero en las muñecas y una capucha en la
cabeza. Un traslado oscuro en automóvil. Los golpes no cesaban. Hubo
insultos. Me dormí o me desmayé. Despierto muy mareado en un lugar
frío y un fuerte olor a vómito y orina se imprime en la piel.
Intento relajarme para comprender la situación. Soy llevado a otra
habitación. Se cierra una puerta. Me desnudan y recuestan en una
camilla helada. Quitan la capucha. Una luz me enceguece. Comienza un
interrogatorio. No sé, le contesto. Pasan electricidad por mi
cuerpo. Grito de dolor.
El
amanecer me libera de este tipo de pesadillas cada vez más vívidas
y dolorosas. El postgrado me deja mucho tiempo libre que aprovecho
para recorrer la ciudad pulpo. De un tentáculo arroja su picante con
comida. De otro, sus colores pasteles y su azul khalo. Está el que
me lleva por sus ruinas arquelógicas y el que deja ver una
naturaleza viva incrustada en cada parque. Quedo impactado en
Teotihuacán, intento comprender cómo se pudo abandonar semejante
ciudad y la cara que habrían puesto los aztecas al hallarla desnuda.
Me dejo llevar por la imagen de la serpiente emplumada. Esta noche no
es diferente a las otras.
Al
cabo de unos minutos vuelven a preguntarme por nombres y lugares. El
hedor propio o ajeno invade la sala. Respiro con dificultad. No sé,
les imploro. Es cierto que estuve en la reunión buscando el amor de
una compañera de la que ni recuerdo como se llama, respondo
categórico. Pienso en ella mientras la electricidad corre por las
diferentes zonas del cuerpo y me estremecen nuevamente.
Termino
el postgrado y hago un viaje al sur de México; al llamado camino
maya. Deseo alejarme de mis noches lacerantes. Siento los más de
tres meses de exilio como una estocada profunda. El desaparecer sin
despedirme de mis amigos, familiares, esa compañera de la facu con
quien ya me imaginaba casado con hijos. No ver más a mi vieja.
Acampo en Palenque. Contra el piso de selva echo la bolsa de dormir.
Irrumpen el sueño rugidos de unos monos aulladores. Enseguida me
picanean nuevamente. Ya no puedo gritar. Mi cuerpo parece estar
adormecido o acostumbrado al dolor. Aúlla visceral un mono macho. Me
sacan de la habitación y me suben a un vehículo. Hacemos un viaje
corto. Desciendo y siento en el aire un lugar abierto. Huelo pasto
húmedo.
Con
las primeras luces del alba me dirijo rumbo a las ruinas de Palenque.
Camino un par de kilómetros en medio de una densa neblina. No hay
vigilancia y entro por un lateral de la ciudad arqueológica. Rodeo
el templo principal. Me introduzco por un pequeño vano a una tumba.
Un cartel indica que se trata de la cripta funeraria de Pakal, donde
habría sucedido su pasaje al inframundo. Me arrodillo frente al
sarcófago. Por un instante siento cierto alivio. Permanezco así
varios minutos, inmóvil, en una penumbra apacible. Fulminante, un
olor podrido acomete en mi nariz. Al instante un sonido finito se
acerca acelerado a mi cerebro. Siento caer a una fosa. Abro fuerte
los ojos. Veo todo oscuro. Tal vez algún vigilador, sin imaginar que
podría haber alguien dentro, en un torpe descuido tapó el vano de
la tumba.
estremecedor....me encanto
ResponderEliminarTremendo.
ResponderEliminarÍdolo
ResponderEliminarLa fluidez es impresionante
ResponderEliminarGracias. Un día espero regalarte un libro que se llama El furgón de los locos, de Carlos Liscano, un compañero uruguayo que narra con gran delicadeza, como la tuya, ese terrible tema de la tortura y las mil resistencias que fueron inventadas para sostenerse. Un gran abrazo.
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