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Mostrando entradas de diciembre, 2018

Sueño de rodillas

Esa noche volví de la facultad más tarde de lo habitual. En el subsuelo, al lado del bufet, había participado de una reunión político-estudiantil. Lo hice más siguiendo una esperanza de amor que por convicción política. La puerta mal entornada del departamento fue la señal inequívoca de que algo no andaba bien. Un frío seco me paralizó cuando abrí de par en par y vi todo dado vuelta. Cerré enseguida y procuré girar sobre mis pasos para salir corriendo. Un mareo atravesó el intento. Recostado contra uno de los laterales del pallier intenté recuperarme. Profusa, una sombra observó lo ocurrido. Luego imaginé la posibilidad de un vecino asustado o el portero del edificio con su franela en la mano. No puedo recordar si fui rígido por el ascensor o bajé alocado esos tres pisos por las escaleras. Algún resorte mental me imposibilita generar la memoria adecuada. Desde un agitado teléfono público llamé a mi madre y le explico lo sucedido. Al otro día me acompañó a Ezeiza. Nos despedimo

Los ojos del Mudo

Creéme pibe que sus ojos fueron los ojos del hincha de Ferro. En esa época no pasaban partidos por televisión. En los periódicos era difícil ver una foto con los jugadores de Ferro. Él los fotografió a todos, aun los que no llegaron a ser profesionales. Llegaba cuatro horas antes del partido para cubrir de imágenes el preliminar y el de Tercera. Por supuesto, las dos del match de Primera. Otra hora y media esperando afuera del vestuario o adentro si había triunfo. Se le iban al menos catorce rollos de 36 por domingo. Una fortuna que recuperaba vendiendo las fotos a hinchas, jugadores, familiares y algún medio del interior que hubiese olvidado mandar corresponsal. Ojo, no te creas que lo movía el dinero, lo hubiera hecho gratis cuatro vidas seguidas. Tenía, quizá por falta de oído, el sentido de la vista muy desarrollado. Era alto, flaco, un tanto desgarbado; tal vez producto del peso de la cámara llevada sobre la espalda durante miles de eternos noventa minutos.  Sentía el escudo

Traición divina

La decisión fue inconmensurablemente difícil. Se resolvió en las afueras de Galilea. En un camino polvoriento le comuniqué lo que debía hacer. Lo hice después de besarlo en la frente. Antes que se largara a llorar en reprobación. Lo satisfizo el hecho de saber que una vez apresado, se desataría una fuerza divina que expulsaría a los romanos de tierra santa. Fue una mentira necesaria que me clavó hondo en la sien una espina de dolor. Él se dedicaba minuciosamente a la contabilidad de la empresa y era el más radical del grupo; de los judíos que queríamos modificar el espíritu de nuestro credo para llegar a los gentiles. Queríamos generar una dosis de esperanza universal que el judaísmo oficial no lograba. Para ello necesitábamos de los romanos. Ellos serían el vehículo de nuestra fé. Yo sería la víctima y él un traidor confeso. Para que el plan fuera perfecto, como el Señor, no todos los seguidores debían estar al tanto. Sólo sabían María de Madalá, la del pelo trenzado y Pedro e