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Campo Angelical




Todavía me parece mentira estar ingresando a la Honorable Cámara de Diputados. Pensar que hace poco vivía envuelto en semillas, agrotóxicos, compra de maquinaria y todo lo referido a un productor agropecuario. Siempre mi vida fue el campo. Se lo debo todo al viejo que me inició en la actividad y me forjó como persona.
De niño fui criado con mi hermano, Dante. Éramos mellizos, pero el estar siempre juntos hizo que mimetizáramos hasta los gestos. Nuestra madre, ama de casa abnegada, varias veces se confundía. Aun así teníamos carácteres distintos. El Dante era más tranquilo y yo, el Alfredo, un poco más inquieto. Desde pequeño ayudé al viejo en el campo con los peones, me gustaba imitar las órdenes del papi. Una noche, en la sobremesa dijo: El Alfredo tiene voz de mando, va a seguir mis pasos y quien sabe si se mete en la política; es fuerte como la planta que espera rabiosamente al sol. En cambio el Dante es más intrometido, como una semilla que yace bajo de la planta, útil pero no se ve. Quizá estudie algo o sea escritor como nuestro José Hernández.
Siempre vivimos en el pueblo. Me casé, tuve cuatro hijos. Atendimos a la mami cuando el viejo murió. Yo me hice cargo de los campos y metí los pies en la intendencia para cuidar los negocios. El Dante me vendió su parte, lo suyo es otra cosa. Se dedica a la enseñanza de historia y es un actor amateur que despunta el vicio en actos escolares o en la sociedad de fomento. Los fines de semana nos juntábamos para un asado junto con la vieja, mis hijos y Clarita, mi mujer. Dante nunca se casó. Seguíamos siendo tan parecidos que mis hijos a veces le decían papá en lugar de tío. Un día Clarita casi lo besa pensando que era yo; como nos reímos cada vez que contamos la anécdota. Uno de esos domingos familiares mordí con ahínco una costilla doblada del asado y partí de raíz un diente delantero que ya venía sin fuerza. Luego de ese hecho nos diferenciamos enseguida. Era solo abrir la boca para evitar confusiones.
Todo cambió con el afamado conflicto del campo. De entrada me puse a la cabeza de los cortes de ruta y organizaba a los productores. Las primeras noches fueron duras y frías. Se me helaba hasta el diente que faltaba. Un par de pick up atravezadas y un fogón fueron nuestro primer refugio. Con el correr de los días llegó apoyo logístico y metálico desde la Sociedad Rural. Apostaban fuerte por mantener el conflicto y así debilitar a la Yegua. Comencé a ser requerido de radios nacionales, cronistas de diario y tv. Mi argumento era sólido: “Con el Campo no, presidenta”. Les paramos el país por varias semanas a los peronchos, qué epopeya.
En una entrevista sentí que me estaba repitiendo y no tenía las herramientas adecuadas para encarar tamaña demanda de respuestas. Al día siguiente, entre la bruma tempranera, abandoné la ruta y fui hasta lo del Dante que justito salía para la escuela a dar sus clases. Le pedí ayuda y consejo. En tiempos muertos me aleccionó acerca de la reforma agraria artiguista, el perón rural y las convenientes. Me contagió de conceptos que diferenciaran, sin dubitar, a un pequeño productor de uno mediano. Me lo anotaba en una libretita que estudiaba mientras cortábamos la ruta.
Una noche llega un productor de TN y me notifica que tenía una entrevista para A dos voces al día siguiente, en vivo. Me mandaron las preguntas por escrito pero aun así me agarró un sofocón. Llamé al Dante para que viniese enseguida. A un costado de la ruta le expliqué que no iba a poder. Estaba mal dormido y ese Bonelli cecea y me pone nervioso. Andá vos que lo vas a hacer bien y con esto la hacemos mierda a la Kretina. ¿Y el diente?, me dijo. Ponete una funda oscura y nadie se va a dar cuenta. Yo me escondo en tu casa para que nadie sospeche, le dije antes de despedirnos. Ni Clara tenía que saber del trueque. De pronto lo sentí tan cerca, como cuando éramos niños. Imposible hacer lo que hice sin su ayuda; que contento se hubiera puesto el viejo si nos veía tan juntos.
La nota fue un éxito y quedé pocisionado como el referente obligado del litoral en la lucha contra el gobierno nacional. Los días posteriores llegaron varias propuestas de unirme a partidos políticos que piensan en el país; y el país es el campo. Fue un tobogán de apariciones públicas. Cuando iba Dante era más locuáz y expeditivo, cuando iba yo me disculpaba enseguida de la torpeza de mis palabras por estar cansado a causa de defender con fervor los derechos de mi gente. En un par de oportunidades coincidimos en sendas notas al mismo tiempo. En el torbellino político que sacudía al país nadie se dio cuenta del fraude, ni siquiera 678 que, meta archivos, me quería hacer mierda.
Cuando fue lo del voto no positivo nos abrazamos aliviados porque ya dejaríamos ese desgaste de pasar a ser uno y el otro y lloramos pensando que ese triunfo era también el triunfo del viejo. Brindamos por el Cleto hasta pasada la madrugada. Al otro día era como un dios para la gente del campo, que somos todos. Me emocioné de veras por tanta muestra de cariño. Pronto habría elecciones y ya era un fuerte actor político. Me pusieron bien arriba en la lista para diputados por la provincia. Le dije a Dante que lo quería como asesor. Me dijo que lo iba a pensar.
Los días previos a los comicios hubo un sueño que se repitió sin pausa. Hubo una voz como la del viejo que decía: serás muy intelectual pero no tenés las agallas de tu hermano. El es luz que salva y vos serás su sombra perpétua. No eres capáz de ser dueño de la tierra ni de tu destino.
Antes de ir a Buenos Aires para asumir como diputado pasó por mi casa a saludar. Entró triunfante, con su sonrisa franca y carente de una pieza. Me abrazó muy fuerte. Agradeció una vez más sin saber que había pasado mala noche. Sin saber que tres antorchas habían comenzado a arder en mi pecho. Y que hubo palabras de ensueño dando vuelta hacía muy recién. Estaban volviendo más ardientes y filosas. Cerré los ojos para no verlas. Volví a casa y llevé a los niños al colegio. Me besaron y dijeron mucha suerte papá. Que hermosa turbación sentir ese amor tan profundo de hijos. Aceleré la pick up hasta mi hogar. Clarita seguía en la cama. Sin siquiera dejar que abriera los ojos le desabroché el camisón de un tirón y le hice el amor como nunca antes se lo había hecho.
Ingresé, por fin, a la Honorable Cámara de Diputados. En el baño del bar de la esquina dejé abandonada la tenaza y varios trapos con sangre. Desde el reciente hueco de la hilera de dientes brotó un último hilo de sangre que terminé de limpiar con el reverso de la mano, la misma que minutos después apoyaría sobre la tapa dura para responder: Si, juro.

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