Mientras saboreo una gaseosa, ingresa el forastero. Se acoda a la barra y pide ginebra. El Chino Villa lo observa moroso sentado desde una mesa fondera. No tardan en cruzarse las miradas, tal vez producto de un chistido previo que nadie oyó. No se percibe rencor en el Chino Villa ni miedo en el forastero. Si que hay una deuda impaga; dinero o algún favor no correspondido.
El forastero termina la ginebra y con parsimonia se acerca a la mesa del Chino Villa. Éste desliza la mano y por lo bajo relucen cuarenta cartas españolas. Se ubican frente a frente en silencio. Un envido rompe el mutismo seguido de un real envido enjundioso. Se me hincha la panza cuando veo, además, que anotan con ávidos porotos a la vieja usanza. Hay quien susurra que estamos presenciando una partida pendiente hacía mucho tiempo. Los gestos se entrecruzan con tensión creciente. Se nota que se conocen bien. Entre grito y grito se van amontonando más porotos. Los quiero y no quiero se multiplican acaloradamente.
Cuando regreso del baño el tanteo marca veintinueve porotos por cada lado. Un poroto más y habrá un triunfador y el consabido derrotado. Se inicia la ronda; la última. El envido no se canta, se define todo al truco. Ya no hace falta decir más nada. El forastero hace primera con un dos de bastos y arroja un cuatro de copas, el Chino Villa suspira e iguala la segunda mano merced a un caballo de oros. Con ademán ciego agita un verdoso ancho de bastos para hacerse del partido. El forastero, sin inmutarse, lame su dedo índice y lo pasa por la frente. Enseguida apoya la palma de la otra mano en la frente y la retira en un solo movimiento. Queda adherida en el mástil de su rostro un ancho de espadas brillante. Se levanta de su silla, arroja el cartón pintado sobre la mesa y se retira del boliche doblando hacia la esquina que da a la iglesia.
El Chino Villa resopla y se le nubla la vista en las cartas desparramadas sobre la mesa; en ese as filoso que le arruinó la contienda. Ya de pie se coloca el sombrero y da unos pasos temblorosos. Antes de alcanzar la puerta cae pesadamente. Por entre el saco abierto se alcanza a ver un hilo leve de sangre que, aflojándole el vientre, comienza a escurrirse por el piso. Tomo el último sorbo de gaseosa y salgo disparado para mi casa, ansioso por ver la cara de mi madre cuando le cuente lo que acaba de pasar; cuando le cuente que el papi ha muerto.
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