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Heredero

 

                                                                            Sr. Gobernador:

Comprendo por sus loables labores que pueda interpretar este pedido desesperado de un padre argentino como un hecho menor o de poca importancia. No lo haría si supiera lo que estoy sufriendo y lo turbio que se enmascara detrás del grueso asunto que me acongoja. No quisiera remachar el noble escudo pero acá se juegan los valores más vitales de la república, están en juego, oiga bien: Dios, Patria y Familia. No tema que no comenzaré a enumerar mis penurias para no aburrirlo...

Todo comenzó cuando mi hija, mi única hija, terminó sus estudios secundarios y se anotó en una siniestra escuela de arte pictórica ubicada en la periferia de la ciudad, cerquita de eso que llamamos, no sin antes taparnos la nariz, Riachuelo. Con mi amada esposa quedamos denodados y pese a insistirle en que apuntara a la carrera de ingeniería o medicina como tanto anhelábamos; nuestra hija ya tenía todo resuelto sin ser jamás consultados.

Fue un año a puro pincel y bastidores. Nos sorprendió su trazo apto en la fulminación de colores. Una empecinada mañana diciembre nos comunicó acerca del viaje a su provincia. Ya tenía los pasajes en la carterita colorida que usaba. En tren. ¿En tren?, le requerí asombrado. Si, es más copado, añadió sacudiendo la cabellera. Era en cinco días. Se me atragantó tanto el café con leche. ¿Con quién?, inquirí. Con Silvina, su mejor amiga, y su novio Raúl, un boludazo a rueditas. También viajaba un tal Rubén Negri, a quién luego tuve la desdicha de conocer. ¿Es tu novio?, pregunté azorado. No, un amigo, pero a veces cogemos, explicó dinamitando toda respuesta. Ese desayuno fue el más complicado de mi vida, luego vendrían peores... inocente palomita...

El día indicado incursionamos por un andén de Retiro para iniciar la despedida. Era la primera vez que mi hija se iba solita de viaje, me refiero, sin sus padres. Agitando un pañuelo vi como la formación se alejaba rumbo al norte del país. Mi esposa me vomitó los zapatos, era puro nervios. Por suerte tenía el pañuelito a mano.

La casa a partir de su ausencia no volvió a ser la misma. El viaje iba a durar veinte días; tenía pasaje de regreso. Por Rubén luego nos enteramos que, una vez arribados a Tucumán, irían subiendo hasta Jujuy y con el envión se internarían en Bolivia... de haberlo sabido, nos hubiésemos opuesto tajantemente. Además lo harían con la modalidad de mochileros, es decir, instalando la carpa en cualquier baldío y viajando a dedo, en modo siniestro y sin seguro. Una locura que ningún padre cabal y apostólico permitiría.

Jamás un llamado telefónico, siquiera una módica carta. Con la madre nos armamos de generosa paciencia. Para tener la cabeza ocupada me dediqué de lleno a mi negocio: una ferretería en el barrio de Balvanera. Avanzado febrero no había regresado. Llamamos a casa de Silvina varias veces sin suerte. Cuando por fin dimos con sus padres nos enteramos que habían prolongado el viaje. Ya en marzo éramos un torbellino de nervios. Basta decirle que me bañaba poco y dejé que creciera barba y bigote, ni ganas de afeitarme. Los clientes agarraban sus tornillos y salían despavoridos.

Era una fría mañana de mayo que no abrí la ferretería y fui hasta el barrio de la Boca, donde quedaba la aberrante escuela de el arte. Con una foto de mi hija en la mano pregunté a profesores y alumnos si sabían algo de ella. Muchos negaron, otros rieron. Doblando la esquina, apurando el paso, apareció un muchacho de pelo largo y ondulado; una poderosa nariz asombraba su rostro. Le corté el paso y coloqué la foto delante de su humanidad. Noté pronto su sorpresa y se puso pálido como si sufriera un infarto. Batí todo o te amasijo, le espeté en ese aire gélido. Tembló y una pulserita azulgrana casi se le cae a la vereda. Acá no, Rubén, vamos al café de enfrente.

Pidió un café con leche y tres medialunas. Contó todo: Luego de un viaje de casi treinta horas en un rectángulo repleto de oblicuos algoritmos (un tren, pelotudo) llegamos al nunca mejor llamado vergel de la república. Recorrimos la simpática casita histórica, comimos deliciosos tamales callejeros y enseguida sacamos pasaje en micro a Tafí del Valle. La ruta de pronto se convirtió en una serpiente encorvada y sufrí mareos. (A quién corno le importa). Instalamos las dos carpas en un camping de tierra árida donde apenas había unas pocas matas de pasto amarillento. Beatriz estaba muy entusiasta, con ganas de conocerlo todo. La primer noche hicimos el amor varias veces. (Guardá esos detalles o te doy un piñón que no te va a reconocer ni tu mami). Luego se indispuso y no cogimos más. Al día siguiente realizamos una excursión por los Menhires que nos mató las piernas pero nos hizo renacer una energía en el espíritu. (A vos te voy a matar). Pintó mateada y bizcochitos de grasa. Ya repuestos hubo más paseos llenos de encantos por entre cerros.

Tras cuatro o cinco días en esa apacible comarca fuimos a dedo hasta Tafí Viejo, era cerquita. Clavamos las estacas como quien clava la esperanza a un viaje inolvidable. Si bien ya no cogíamos, nos reímos mucho y de la mano fuimos por senderos traviesos. Su pelo rubio contrastaba notablemente con ese paisaje amontonado de verdosos y marronados matices. El plan era ir directo a Cafayate pero un camión nos acercó hasta Amaicha del Valle y era mejor eso a nada. 

Llegamos a punto de caer el sol. Creamé que no es fácil conseguir albergue en ese misterioso pueblo y la noche es algo que aparece y se instala pesado. Nos dispusimos a dormir en una garita de ómnibus, al costado mismo de la ruta. (Así cuidás a mi hija, descerebrado). Dos muchachos que pasaban vieron nuestra situación y nos ofrecieron instalar la carpa en el terreno de un amigo; si este aprobaba la propuesta. Nos contaron que era el heredero de vastas tierras y futuro cacique de la comunidad. Las chicas se impresionaron enseguida. También contaron que lo habían conocido cuando fue a estudiar agronomía y abogacía a la Capital de la provincia.

La casa quedaba cerca, era precaria pero de material. El terreno donde pondríamos las carpas no tenía piso blando, estaba mal iluminado pero éramos felices y nos conformábamos con poco. Beatriz se impacientó y quiso conocerlo de inmediato. (Siempre la misma caprichosa). Le informaron que aún no había terminado la siesta, momento sagrado para él, pues ahí se comunicaba con los dioses y ancestros ya fallecidos. (Pelotudeces atómicas). Cuando la oscuridad fue total trajeron un alargue y una bombilla eléctrica. En derredor de ese haz de luz hicieron un fogón.

Apareció vino y unos trozos de cabrito. Los dos muchachos eran serviciales y habladores. Montaron una parrilla precaria donde acostaron la carne. Aun no habían dado vuelta el cabrito cuando fuimos anunciados de su inminente presencia. No exagero si digo que sucedió como en las películas; parecía que sonaban bombos y platillos generando una música de suspenso. (Sería el viento, infeliz). Envuelto en un amplio traje blanco con ribetes coloridos apareció el Heredero. Tendría como los otros muchachos, unos veinticinco a treinta años. Era regordete y tenía un pelo negro, largo y bien lacio. Llevaba facciones claramente propias de los habitantes originarios de la zona y gruesas lagañas que denotaban una siesta prolongada. Al aproximarse más pude advertirle un hilo de baba seca adherida a la comisura de sus labios. Nos saludó con amplia sonrisa. A Beatriz le besó la mano enseguida, a mi me palmoteó un hombro. Sentí de inmediato que irradiaba luz. (Vas a sentir una trompada en cualquier momento).

Tras él, se asomó un perro flaco que iba arrastrando de su abdomen un extracto mágico de víscera. Ante nuestro asombro, con su dicción lacónica, aclaró: un día saltó un alambre de púa, se destripó y así quedó. La tripa cicatrizó y él es feliz así y nosotros también. Con mucha parsimonia se sentó frente a nosotros y contó numerosos relatos de la zona y sus habitantes. Su piel cetrina iluminada por el fuego le daba un aura especial. Tan de cerca pudimos adivinarle pelos oscuros que goteaban del mentón formando una barba inconstante y como en sus ojos se reflejaba el viento que bajaba de los cerros. (Te voy a bajar los dientes). Mientras hablaba movía sus regordetas manos con pavorosa armonía.

Fue difícil hacerles entender nuestro cansancio. Estaban animosos y no paraban de traer vino; luego nos enteramos que eran entusiastas bodegueros. Por cortesía bebimos y mantuvimos la presencia. Silvina y Raúl se caían del sueño. Por mi parte también, pero mayor fue mi sorpresa cuando veía los ojos de su hija... estaba obnubilada, como con un nervioso palpitar, sobre todo cuando el Heredero hablaba. Y hablaba, pues era él quien había monopolizado la charla. Habló de sus proyectos cuando fuera cacique, algunos muy interesantes como el reparto equitativo de tierras, la formación de una cooperativa vitivinícola, el... (A quién le interesan esas pavadas, volvé al grano...). Sus gestos contenían cierta bondad depravada. Los dos muchachos ya se habían desabotonado las camisas y echado para atrás denotando signos de ebriedad. Con Raúl en un momento nos miramos como diciendo: si se pudre agarrá un cuchillo al voleo y que sea lo que Dios quiera.

Antes que fueran por leña para reavivar el fuego nos codeamos con Raúl, ya de pie fuimos tajantes: Nos vamos a dormir. Las estrellas estaban bellísimas y ladró un perro lejano. Pese a sus insistencias por continuar la reunión pusimos el no bien firme. Su hija entretanto dijo: Un ratito más. La arrastré hasta la carpa y casi se me va la mano. (Lo merecía. El sopapo que nunca me atreví a darle). El Heredero juntó las manos y dijo: Duerman envueltos en la energía que profesa el valle.

Entramos cada pareja a su carpa entre agotados y embriagados. Ese resto de noche dormí como pocas veces en mi vida. Antes de cerrar los ojos alcancé a ver a su hija sentada, frotándose el rostro con ambas manos. A la mañana, cerca del mediodía, el sol me despertó partiéndome en dos. Beatriz no estaba. Yo medio sentí o soñé que en un momento ella salía volando con una sutil peripecia de la carpa. (Drogada una y mil veces por esos inmundos). Nunca más la volví a ver.

Golpeamos la puerta de la precaria casa. En calzoncillos se asomó el Heredero ladeado por su inseparable perro Tripa. Nos informó que Beatriz sería su esposa y estaba ocupada estudiando la lengua amaichense. Tenían que prepararla para la boda que sería en dos o tres meses. (No hiciste nada pelotudo, era tu novia...). En vano quisimos exponer varios razonamientos para que entendiera lo ilógico de tal planteo. De todos modos aguardamos el resto del día para contactarla. Una breve carta hacia la tarde fue la confirmación de que sería inútil seguir esperando. Aquí la tengo: «Amigos míos, estoy maravillosamente bien, sigan su camino, yo encontré el mío junto a un hombre completo. Los quiere, Bea».

En una renoleta seguimos viaje a Cafayate, no sabe, unos vinos riquísimos. Yo me quedé; conocí a una muchacha que me hizo recordar a Pocahontas y tenía en la piel el sabor de la zona. Con técnicas de acuarela le hice un retrato precioso. En unos meses viene a Buenos Aires a vivir conmigo, quiere estudiar inglés para traducir el dialecto kakano al británico. Silvina y Raúl siguieron rumbo al norte con la idea de llegar a Bolivia. Pagué el café con leche y me fui.

Luego de ver a Rubén caí en un profundo bache depresivo. Para la primavera, ya recuperado, tomé el primer avión hacia Tucumán. Cuando arribé a Amaicha, merced a rituales apócrifos, mi hija ya era la esposa del Heredero. Valiéndome de la biblioteca municipal fui estudiando la historia del lugar y sus habitantes. Concluí que el Heredero era legítimo descendiente de Agapito Mamani y su hijo Filimón. Me instalé en un hotelucho aledaño a la plaza central. Consulté por el paradero de la cautiva... Me miraron como a un loco. Mostré su foto... Ah, Mecha, Mecha de Oro... Vive por donde termina ese camino... Ese no, el otro. Un cartel me anunció lo inhóspito del paraje: «Aquí solo llueven cuatro días al año». Caminé hasta la casa del Heredero. Mientras avanzaba fui esgrimiendo la posibilidad de recuperar a mi hija por la fuerza o acaso ir armado de astucia... Tras arduo dubitar escogí la segunda opción. Amenazantes, varios cactus merodeaban el paisaje.

Al llegar, tal como dijo el pelotudo de Rubén, vi la humilde casa que contaba una sola habitación y un terreno plantado de vides con retoños en sus troncos doblados por el sol. Una sombra deforme salió a desenterrar un hueso. Era el famoso perro Tripa. Al instante, en una suerte de camisola apareció el Heredero. Yo estaba oculto tras unos arbustos pinchudos. No podía verme. Comenzó a olisquear en el aire hacia mi dirección. Tenía un olfato sobrenatural, más propio de una bestia que de un humano. Retrocedí ágil sobre mis pasos y regresé al hotel antes de convertirme en su presa. Se largó a llover. Me ganó la irritación. Eludiendo peludos artesanos de feria llegué al hotel empapado y con los zapatos enlodados.

Me entreveré como uno de ellos para lograr mi cometido: reparar la deshonra cometida hacia mi hija. Los vi de cerca. No son como esos simpáticos indiecitos que nos enseñan en los manuales escolares; son sucios y ventajeros. Hablan lento por su brusca saliva. Adoran las cosas que se ven: un trueno por ejemplo. Observé muchas cosas, de las cuales no pocas prefiero olvidar.

Cinco meses de incógnito estuve para poder verla. La ocasión fue en un ritual de la Pachamama. Iba del brazo del Heredero, iba sonriente. Cuando el Heredero y su perro Tripa se alejaron lo suficiente la abordé. Te venís de inmediato a Buenos Aires y dejamos atrás esta locura salvaje. No puedo, papá. Estamos en guerra y no voy a dejar solo a mi marido y mi pueblo. Que guerra ni que ocho cuartos, Bea. Ayer profanaban nuestra cultura. Extraían ídolos tinaja que desde un principio fueron destinados a ser sombra eterna y no para ser exhibidos como trofeos de una civilización que se pretende mejor. ¿Quién? Ambrosetti y su gente. Hoy en cambio mercantilizan nuestra cultura. ¿Quien? El señor Tacéo y sus hijos. Mañana vamos a bloquear el acceso a las ruinas para frenar el comercio que hace con la cultura calchaquí. Papá, puede correr sangre y es muy peligroso. Quiero que te vayas. Tranquila, tengo acceso al gobernador, el puede desactivar este conflicto... No, el gobernador es cómplice de los Tacéos. Es el socio corrupto de esta maniobra que nos saquea tierras y cultura. (Ya no se puede confiar en ningún político). Para que entiendas: es como si un día llegaran unos extraños a tu ferretería y cambiaran de lugar las cajas de tuercas y tornillos a su antojo (con lo que me costó ordenarlas) y vos mirando desde la vereda de la historia como se quedan con lo tuyo... (hijos de remil puta, si tocan mis cajas los mato). Yo papi, estaría luchando con vos para recuperarla. Me di vuelta para que no me vea la lágrima impúdica. Un hocico curioso y una tripa se acercaron. Me retiré silbando por lo bajo un tango compadrito.

Vuelvo al hotel interpelado por el pronto suceder de mi hija. No hay afectación posible. Debo decidir en menos de veinticuatro horas si ponerme del lado de quien robó salvajemente el corazón de mi hija o de quien pueda estar inclinado a matarla. El arco de mi destino se ha tensado a tope y no hay forma de volver atrás sin que antes esa flecha de fuego salga disparada de mi pecho.

Temprano en la mañana avanzo por caminos de tierra y polvo. Construcciones de pirca rodean nuestro paso. Agarro con fuerza la lanza, hombro a hombro con el Heredero.

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