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Sacrificio del Rey







I- Apertura




Hasta hace no mucho tiempo creía que el sacrificio en el ajedrez era uno de los hechos más heroicos que podía ejecutar un individuo de la gran familia ajedrecística. ¡Hoy estoy convencido! ¡Sacrificio! ¡Sacrificio! Idea preciada, valentía de unos pocos elevados caballeros.
Para empezar, bueno sería contar la historia de uno de los más notables ajedrecistas que supo pasear su talento por estas latitudes: el excelso Gran Maestro Leoici Fircas, (en verdad la Federación no le concedió tal título, ese rótulo es una concepción personal; él fue mí maestro, mi gran maestro).
Su carrera profesional comienza como es sabido, mediados los años cincuenta. En ese entonces tendría treinta y nueve o tal vez cuarenta años recién cumplidos, pero en realidad sumaba cuarenta y ocho, ya contaré por que la inexactitud de la edad. El motivo de la tardía incursión en el arte del trebejo y sus ocupaciones anteriores fueron, en su debido momento, motivo de una diversa formulación de conjeturas (Asociación, Periodismo, Policía, entre otros) a las cuales respondo: ¡puras ignominias! Por mi parte, soy conocedor de una serie de datos inconexos, como entreverados, que pueden dar pelea a las sombras de la iniquidad...
Nuestro célebre Leoici Fircas nació en el barrio de Barracas en las postrimerías del siglo diecinueve. Cuando abrió los ojos por primera vez no pudo identificar a su padre, había muerto días antes en un confuso episodio con la policía. Por lo tanto su madre lo crió como pudo, sin descuidar a sus otros siete hijos. Supo de chico el trato con la miseria seria, propia y la misericordia cordial, ajena. Fue lo que podría decirse un niño solo y soñador en la misma proporción. Pasaba largas tardes en el puerto, mirando la boca del río, escuchando aventuras marineras, tal vez recibiendo el guiño paternal de un capitán de reciente arribo.
En la escuela, las maestras al verlo tan retraído, se preocupaban por su salud mental. En variadas ocasiones solicitaban la presencia de la madre, que acudía al establecimiento escolar una de cada tres llamadas por no descuidar las de sus otros hijos. Leoici recordó por siempre los comentarios de la maestra a su madre en un frío pasillo de la institución: “Su hijo es un buen alumno pero tan extraño como lo es el Tíbet para nosotros”. Sus compañeros se burlaban de él a boca abierta sin que ello alterara su mutismo ensordecedor. Tal actitud los enloquecía, al punto que varios chicos terminaban intoxicados a goma de borrar y tinta china. Recién el último año escolar comenzó a ser más comunicativo, se animó a un “Hola González”, “Chau Fulanito”, “Felices vacaciones señorita Rita”.
Luego de terminar el colegio primario comenzó a trabajar en Alpargatas y al poco tiempo se enroló en las filas anarquistas. Llegó a ser delegado y hacer cincuenta botines apuntinados por día.
Por una mujer se afilió al Partido Comunista; por un embarazo no deseado se casó con ella. Antes del año, las discusiones de la pareja tenían concecuencias físicas. Una mano en alto, la misma que hacía un instante asía la botella de vino, cayó pesada en el rostro de su esposa. Fue un accidente, me dijo, y yo a él le creo. Ella hizo inmediato abandono de hogar junto con su hijo recién nacido. Él entró en una profunda crisis. Se volvió antisocial e indolente. Me contó que en la fábrica un día hacía veinte pares de zapatos izquierdos y sólo tres derechos, otro día les dejaba un agujero en la punta para que los usuarios estiren los dedos y otros boicots que duraron hasta que le enviaron el inexorable telegrama de despido.
Dos meses de indigente ostracismo le bastaron para dirigirse al puerto en busca de empleo. Quizás pensó que el aire del mar le entregaría la libertad espesa que en tierra se esfumaba en el grisocre de la vida cotidiana. A lo mejor buscó simplemente hundir en la profundidades a un hijo no deseado con una mujer a la cual a medida que fue conociendo su frío se alejó más y más de su radio de sensibilidad. El carnet del Partido lo rompió ese día en el puerto.
Se ofreció de grumete a los barcos encallados y a los que arribaban con poca suerte. Sueños de niño; por la noche se lanzó decidido contra uno que tenía la luz encendida en el camarote más alto. Tras treparlo dificultosamente se ocultó bajo unas malolientas bolsas arpilleras. Dos días y dos noches se mantuvo sigiloso y expectante en la proa de un barco que hacía día y medio había zarpado.
El primer asomo fue para ver la inmensidad de un mar desconocido, el segundo para conseguir comida. Al tercer día el hambre pronunciado, doledor de panza, le hizo perder toda cautela y comenzó a salir de su guarida. Hacia la tarde fue descubierto. Por la noche, el capitán sin remedio, lo alistó como grumete a cambio de las bolsas arpilleras y comida. Era un barco pesquero sin bandera. Por un sueño que tuvo creyó que se trataba de polacos, luego supo que no, eran rusos. No pasó media noche para que los tripulantes quisieran integrarlo; a uñas y dientes defendió su hombría. Lo que pasó las siguientes noches no quiso contarlo.
Al mes y medio de embarque y con veintitrés años recién cumplidos se encontraba en algún pequeño pueblo porteño contra el mar Báltico, al noreste de Moscú. Esta ubicación geográfica no fue reconocida en el momento de la llegada, se fue develando en el surco que deja el tiempo. Tras juntar unas monedas en el puerto se fue a vivir a San Petersburgo. En aquella ciudad fue comprendiendo la verdadera realidad de la pos-revolución, la realidad palpable, la del segundo a segundo, envolvente; pero ese tema tampoco quiso contarlo en profundidad.
Gracias a los conocimientos de su antiguo oficio consiguió trabajo en el sector Botas de una fábrica de indumentaria militar. Allí fue donde un compañero le enseña el bello juego de la guerra infame. Leoici me reveló como durante noches, a la luz de la vela, en un cuarto de pensión, las tibias manos de su compañero fueron guiando con justa firmeza las suyas hacia la pieza adecuada.
Para fin de año se realizó un campeonato de ajedrez en la fábrica del que Fircas se consagra vencedor. El gobierno ruso comienza una recia campaña para difundir el juego ciencia en las filas raudas del proletariado. A partir de ese momento logra cierta trascendencia en los Círculos de San Petersburgo. Lo invitan a jugar en torneos para principiantes en los que logra interesantes resultados.
En una ocasión, creo por primavera, se escogieron de toda Rusia a los proletarios con más cualidades hacia el ajedrez para ensayar unas simultáneas con Capablanca, que se encontraba con su capa y corona real haciendo demostraciones por la URSS; de las mil quinientas partidas que disputó, perdió una e hizo tablas en otra. Tan poco se sintió Capa al perder con el Maestro, que lo desafió a jugar una partida personal al día siguiente en el hotel donde se hospedaba. Algunos creemos que por esta nueva derrota luego Capablanca sería destronado por Alekhine y al poco tiempo decide abandonar el tablero.
Financiado por el Consejo de la fábrica viaja a Moscú para presenciar el torneo por el Campeonato y seguir adquiriendo mayor caudal de conocimientos. Este momento resulta vital, es donde Fircas descubre a Rudolf Spielmann y a sus recurrentes sacrificios, es donde termina de moldear su estilo.
Lo del Maestro era descollante, un vendaval de triunfos obtenidos en torneos menores de San Petersburgo y luego en Moscú repercutieron en la Superjefatura de la Confederación Rusa. A las pocas semanas ya estaba inscripto, viviendo en una cómoda casa con jardín en las afueras de Moscú y a disposición del equipo ruso de shakhmaty. Todos estos preparativos no fueron del todo sencillos ya que Fircas no era ruso, no tenía documentación y su ingreso al país había sido en forma ilegal. En pos de la causa y sabiendo de los triunfos y el prestigio que podría brindarles se omitieron irregularidades y se cometieron otras tantas. Le cambiaron la nacionalidad, ahora ruso, la edad (ya que los jóvenes vencedores fastidiaban de sobremanera a los Estados Unidos), ahora veintiuno, y hasta el nombre, lo rebautizaron como Leoici Fircas; ¿sorprendidos verdad? ¡Sí!, éste no era su nombre original como todos creían; se llamó, como nunca más lo hizo, Juan José Jeardéz.
El romance entre Fircas y la Confederación duró lo que una ración de comida en la Rusia agraria en período de guerras. El Partido, al ver las relevantes victorias que el Maestro continuaba cosechando, lo resguardó de todo contraespionaje enemigo y lo adoptó como la gran carta secreta que debía mostrarse cuando llegase la ocasión necesaria (las Olimpíadas a desarrollarse al año siguiente). El primer fastidio que lo aquejó fue el ponerle cinco viejos grandes maestros rusos para entrenarlo (justo a él que era un autodidacta). Tampoco le gustó el hecho que la K.G.B le tapiara la casa arruinando su jardín. En realidad lo que colmó su paciencia fue cuando lo comenzaron a adoctrinar. Tenía que asistir tres veces por semana a un palacio situado a pocas cuadras del Kremlin donde una de las manos derechas de Stalin se desinflaba con alabanzas hacia el régimen y al líder; luego venía lo peor, le enseñaba repetidas veces lo que debía hacer, decir y lo que nó cuando viajase rumbo a las Olimpíadas del año siguiente. Frente a la cara de dicho instructor se rehusó a formar parte del equipo ruso. Esta actitud escandalizó al Partido que tomó represalias tan rápido como nunca.
Estuvo ocho años y cinco meses preso en Siberia, donde por medio de todo tipo de violencia psicológica le causaron una cierta fobia hacia el ajedrez; a modo de ejemplo me comentó una siniestra práctica donde por fricción magnética y teatro chino, las piezas del juego comenzaban a flotar fantasmagóricamente iluminadas por su celda durante todas las noches que duró su encierro. El piso, por otra parte o la misma, era una mimesis en grande (no mucho) del tablero.
Él supuso años después, y yo comparto, que tales medidas fueron accionadas con el motivo de prever que se pasase al bando enemigo y se les volviese en contra. Por lo tanto (según nuestra hipótesis) cuando el Partido comprobó que Fircas era incapaz de lograr siquiera la mínima abstracción necesaria para comenzar una partida lo regresa a Buenos Aires vía avión. Antes le devolvieron su nacionalidad, las pocas pertenencias que le quedaban y una antología de la ciencia ficción rusa. Dentro del libro halló unos cuantos rublos, seguramente para insertarse rápidamente en su repatriada y, esto lo presumo yo, para sobornar su memoria. Otra opción hubiese sido matarlo, concluimos que apenas encerrado deviene la invasión nazi a territorio ruso y su caso, posiblemente con resuelta pena capital, fue pospuesto. Luego de la retirada de las huestes alemanas sobrevino una más vasta burocracia soviética que le perdonó la vida sin que nadie lo supiera. Lo que no le devolvieron fue su verdadero nombre, ya que por cuestiones burocráticas se hacía muy arduo complicado el trámite y les hubiese demandado un invierno más. A Fircas no le molestó seguir siendo Fircas y su deseo de regresar cuanto antes y el del Comité por que abandone Rusia contribuyeron para que así sea. Lo cierto es que al llegar a Buenos Aires estaba íntegramente débil, con un cuerpo flaco y la mente dañada.
Al bajar del avión no recuerda ni donde se hallaba su casa ni que vínculo familiar lo unía. Con lo poco del idioma que conservaba en su memoria se las ingenió para encontrar una vieja casona de dos pisos en el barrio de Almagro y con el dinero traído en el libro la compró. Tuvo varios meses de un encierro que él llamó adaptativo.
Lentamente comenzó a espiar la calle para luego abordarla; sus primeras salidas consistían en cruzarse hasta la plaza, que antes observó desde su balcón, para presenciar como se desarrollaban las partidas de unos ancianos que disputaban todas las mañanas. En algunas ocasiones se salía de la vaina y acometía con varias recomendaciones en medio de aquellos pequeños duelos. Tales intromisiones no eran muy bien digeridas por los viejos y más de una vez lo echaron a empujones y carajeadas; no obstante al otro día regresaba y nuevamente se originaban choques y vandalismos. Una tarde, el viejo que parecía más loco lo retó a una partida (¡no sabía con quien se metía!) previo aviso que si perdía no pisaría nunca más aquel sector de la plaza, mientras que si ganaba tampoco. El más grande, generoso como siempre, aceptó. Cuando iba a sentarse a la mesa de juego con al tablero frente a sí, se contuvo sintiendo que éste lo chupaba como adentrándolo en si mismo; se bloqueó y abandonó el lugar como disparado, ante el vitoreo aireado de los hombres seniles.
Con el transcurrir de los meses fue comprendiendo que, impedido psíquicamente de practicar el juego activamente, podía liberar su pasión a través de la enseñanza. Con el dinero que le quedaba consiguió el certificado correspondiente para habilitar una Escuela de Ajedrez que instaló en su gran casa.







II- Defensa



Mi madre (que en paz descanse) fue la que me llevó al Círculo ajedrecístico De Rusia con amor. Ella, tengo que decirlo, no tenía la menor idea de lo que era el ajedrez, ni como juego, ni como concepción, ni como arte, ni como nada, pero le pareció bien. En aquel entonces yo tenía doce años. Un año antes había muerto mi padre y con su precario entendimiento concluyó que cualquier actividad me ayudaría a salir de un estado taciturno que se había apoderado de mí. Además ayudó el hecho que el Círculo quedaba a la vuelta de casa.
Allí conocí al Maestro, enseguida me puse bajo su tutela y comenzó a enseñarme los movimientos de un juego desconocido y fascinante en aquel entonces. Con el tiempo fui adquiriendo los conocimientos teóricos generales básicos; participé de diversos torneos para aficionados con suerte variada, me gané la atención del Maestro.
Un día previo a Navidad me apartó del equipo y me enseñó la estrategia del Sacrificio. El Maestro me habló sólo a mí y me confió su más preciado secreto, pensé con todo el orgullo que podía caberle a un muchacho de dieciséis años recién cumplidos. Luego me enteré que a todos pero todos mis compañeros ya se la había enseñado, incluso a los más chiquititos. Eso no me interesó ni modificó mi actitud ante su figura; para nada.
Con el correr de las competencias comencé a utilizar de modo más radical dicha estrategia. Si bien los triunfos eran los menos (aunque más que antes), el Maestro me dedicaba su soberano tiempo en aleccionadoras tardes donde mi silencio humano y ajédrego lo escuchaban con íntima admiración.
Todo ello motivó en mí, una hermosa presión enfermiza. Mi dedicación al ajedrez, al Sacrificio, a la práctica rigurosa, a su justa utilización fue denodada. Noches enteras encerrado en mi habitación. Varias agarradas con mi madre. Una noche casi la abofeteo, me contuve a tiempo y bajo la almohada mis ojos lloraron por ese mal accionar de mi parte.
Necesitaba una prueba para creer en mis facultades, para canalizar mi incesante esfuerzo, para demostrarle que podía. En el invierno tuve la oportunidad, el Torneo para Aspirantes a realizarse en el Torre corre. Recuerdo que la noche anterior al día fijado no pude parar de segregar mi lecho de temor.
Con treinta y nueve grados de temperatura llegué al lugar del compromiso; luego de la charla de aliento del maestro hacia el equipo me miró y me guiñó el ojo. Bastó ese simple gesto para dejar atrás mi gran miedo e ir a enfrentar con la seguridad necesaria las sesenta y cuatro casillas y a mi contrincante de nueve años; un niño prodigio que luego sufrió de demencia juvenil y abandonó su casa para nunca volver. El juego se desarrollaba con normalidad hasta que decidí ponerlo a prueba ensayando un sutil Sacrificio; el niño en vez de aceptar mi regalito, me tendió un estratagema tal que, en dos movidas que parecían ventajosas, terminé en una posición de total desprotección hacia el rey. Azuzando sus piezas comenzaron a diseminarse por el tablero, hilvanando mi infortunio, cuan si fueran vampiros. Las mías defendieron al rey sin perder jamás la cordura e inclusive ensayaron un Sacrificio en la jugada previa al mate. Ése fue mi último Sacrificio (perdón, mi anteúltimo) en mi contacto con el ajedrez.
Recuerdo que sin consuelo me dirigí, por la senda del calvario, hacia el patio estilo colonial ubicado detrás del salón de juego y junto a un ombú plantado estratégicamente en el centro del mismo descargué mi llanto contenido. Como a las cuatro horas (supongo que el torneo ya había finalizado) llegó. El Maestro me envolvió en su cálida (ya dije no, que era un hombre cálido) en su cálida contención. Me vuelven como encajonadas aquellas palabras en el fondo del Corre torre: <>
Al día siguiente, sin mi aquiescencia, me separó del equipo aduciendo que mi presencia era perjudicial y nociva para el grupo y para su salud. Yo contemplé en silencio y me quedé. Al otro día me mandaron a lustrar piezas y tableros y no sólo eso. Servir el té, llevar mandados y regar las plantas fueron parte de mis tareas. Mis ex compañeros me dieron el mote de: peoncito sólo. Al cabo de varios meses decidí abandonar el Círculo (medida indeclinable) y me fui ausentando paulatinamente para que al extrañarme sufrieran menos.
Nada más que palabras de agradecimiento tengo hacia el Maestro. A partir de ese momento empecé a encontrar mi posición en el tablero (considero oportuna la metáfora) y me dediqué a estudiar periodismo. El último año de estudios ingresé a trabajar en el diario Crítica. Arranqué bien de abajo, me tocó hacer de todo. Luego de dos años de peregrinar por la redacción quedé efectivo en la sección deportes con paga y todo. Luego me pasaron para policiales. Sepan disculpar si en ésta, mi confesión, se entremezcla un léxico propio de mi actividad profesional. Espero, mi confesión no sea confusión o conficción.









III- Desarrollo



Por causa de mi desaparición como alumno, el Maestro cayó en un profundo abismo de miedos y soledades, abandonando para siempre la docencia. Éstos y no otros fueron los motivos que lo empujaron a defender la teoría desde adentro del juego, volviendo a ser rey y peón, carne y piedra. Como logró vencer la turbación que lo atormentaba es una incógnita de difícil respuesta, quizá nunca develada.
A mí me tocó cubrir la primer partida desde su vuelta. Un amplio repertorio de sacrificios desmoralizó en forma insana a su oponente al punto de llevarlo al abandono. Otros compromisos como las resonantes palizas propinadas al oriental Aníbal Filosa y Justo A. Torres acrecentaron su fama de imbatible, calificativo también utilizado cuando los periódicos se encargaban de analizar su sistema táctico. Mate a mate el país ajedrecístico iba vislumbrando a un gran campeón en aquel hombre (mi Leoi).
Su fugaz y peregrina carrera continuó en franco ascenso, lo que hizo suponer que pronto a llegaría al lote de los Grandes Maestros. Por su filiación política (destruida por Jeardéz y devuelta en Rusia a Fircas) la oportunidad de competir por el título y de ser Gran Maestro fue cajoneada en grises despachos. Pese a ello su estrategia comenzó lentamente a ser modelo de imitación por los aprendices de todos los Círculos (entre los cuales fui, años atrás, uno de los primeros privilegiados). El estilo Posicional, tan mentado hasta entonces, estaba sufriendo una crisis de identidad. Ambos sistemas se encontraban en dos puntos opuestos, ya sin mezcla.
En esos momentos Fircas mantenía una serie de ochenta partidas en condición de invicto, lo cual elevaba al Sacrificio hasta lo alto de los sistemas en vigencia. Hasta entonces los epistemólogos del ajedrez no habían desarrollado metodológicamente el estudio del Sacrificio; más que trabajos teóricos se habían realizado simples apuntes croniqueros. No se derramó mucha tinta para que los conocimientos de este nuevo modelo en ascenso comenzara a ser incluido en los manuales the chess.
No faltó quién con impúdico desprecio denostara al Sacrificio al punto inaceptable de referirlo como “payasada”; lógicamente los conservadores de siempre, atrincherados como hueste del posicionalismo fueron los autores de improperio tan canalla.
Cabe aclarar que él no pretendía de la teoría un dogma; quería, buscaba, mendigaba cambios permanentes. No era, como alguna vez señalaron, una teoría inmóvil in secula seculorum.
Tales controversias motivaron al parasitario cuerpo de la Asociación a confrontar en un duelo ambos estilos. Por el lado del Sacrificio el exponente claro está, sería Fircas; por el opuesto Juan Carlos Anier, un posicionalista de vasta experiencia y conducta solapada.
El recordado desafío fue pautado a una sola partida (por motivos que se desconocen) a realizarse en el Luna Park. Las localidades se agotaron en cuestión de horas. Yo, su más ferviente admirador, me abarroté en las ventanillas desde el primer aviso consiguiendo un boleto para la primera fila. (Una semana antes me habían desplazado a la sección policiales).
Todos los periódicos siguieron intensamente los instantes previos al acontecimiento ajedrecístico más importante del momento. Se habló de un Anier recluido en una frondosa isla del Tigre, ensayando jugadas ininterrumpidamente durante el día y nadando por las heladas aguas del delta durante las noches de aquel otoño. De Fircas estuvieron diciendo que lo habían visto en un bar del puerto, borracho. Otros, o los mismos, que lo vieron subir a un barco rumbo al este de Europa o a Montevideo.
Algo nunca visto antes en el mundo del ajedrez, en el país se generó una tensión emotiva inusitada. Fueron horas, días de tenor inolvidable.








IV- Final



Ambos jugadores llegaron puntuales al aviso del presentador y se sentaron frente a frente, ensimismados, sabiendo concienzudamente lo que ese encuentro significaba para ellos, para la teoría que representaban. El tablero con sus escaques blancos y negros se mantenía impávido ante tanta agitación.
El sorteo marcó la primer anotación; blancas para Fircas, negras para Anier. El transcurso del match iba según lo calculado; una apertura abierta por parte de blancas con su infaltable gambito incluido y una semi abierta por parte de negras. Anier fue capturando las piezas obsequiadas, sin opción. En una veintena de movidas propias, Fircas había perdido tres piezas más que Anier para abrir una columna por el flanco izquierdo de su rival. El cuarto sacrificio sería mortal.
Así fue: un escultural caballo blanco quedó bañado en rojo. El alfil blanco, como una ciega cuchilla se cruzó por una diagonal negra hasta la mismísima cara del rey. El jaque fue apoyado por la vasta dama y un tenue peón que acorralaron al negro rey en un lento suplicio. Un sólo lugar, casillero o escondite le quedaba al monarca para esperar su fin.
Así fue: ese espacio se hizo tiempo y luego de dos intentos fallidos en ataque de Fircas; Anier, plantando una férrea defensa en la zona crítica, dispuso un rápido contraataque y tomó al otro caballo blanco. Las alternativas del juego habían demudado a todos. Sin embargo un espectador ubicado en la butaca contigua a la mía susurró: “Que corajudo ese sacrificio”. Yo comprendí que aquello no fue tal cosa. Era el principio del final. El maestro hizo crujir los dedos hasta el dolor, la tensión oculta de sus músculos lo hizo transformarse: tragedia, locura, tribulación, rey muerto.
Se acercaba el mate. Su boca se entreabrió temblorosa. Él lo sabía. Anier se acomodó el saco con aire victorioso. Los cuatro mil espectadores allí presentes disfrutaban la faena. Yo por mi parte también lo sabía, pero un influjo atávico y una fría sensación me llevaron a dudar.
Dos ruidos finitos se escucharon. Ambos se tiraron bajo la mesa. Con estrépito, un caballo inagotable se suicidó al vacío mientras la mesa comenzó a repiquetear. Las patas eran presa de unas manos suaves y asustadas. Las torres se desplomaron al instante mientras el tablero se aferraba como podía a la mesa. Peón tras peón, sin distinción de colores, casi se diría que eran todos grises, se descorcharon contra el suelo. Un grito de horror (el Maestro no gritaba) salió corriendo y se ocultó tras uno de los laterales del telón. Los alfiles se seguían clavando en el piso y otras piezas se desbandaban fuera de sí, sepultando a un frío bulto con dos agujeritos. Las luces del estadio se encendieron en su totalidad. Las sentí enfocadas hacia mí, encegueciéndome; extraña sensación y más aun años después y hoy y mañana, envuelto en la eterna penumbra.









V- Complemento



No importa si hoy, después de tantos años, la gloriosa teoría ha sucumbido en el más cruel de los olvidos. En aquel momento ,y creo que aún hoy, siguen quedando algunos hombrecillos llenos de romanticismo que, en aras de una noble idea son capaces de luchar todavía muertos.
No me arrepiento de mi sacrificio (aquí no vuelan ni caballos ni reyes ni hermosas damas y el piso es bien gris.) como creo, tampoco se arrepentiría el maestro del suyo.



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