I- Apertura
Hasta hace no
mucho tiempo creía
que el sacrificio en el ajedrez era uno de los hechos más heroicos
que podía ejecutar un individuo de la gran familia ajedrecística.
¡Hoy estoy convencido! ¡Sacrificio! ¡Sacrificio! Idea preciada,
valentía de unos pocos elevados caballeros.
Para empezar, bueno sería contar
la historia de uno de los más notables ajedrecistas que supo pasear
su talento por estas latitudes: el excelso Gran Maestro Leoici
Fircas, (en verdad la Federación no le concedió tal título, ese
rótulo es una concepción personal; él fue mí maestro, mi gran
maestro).
Su carrera profesional comienza
como es sabido, mediados los años cincuenta. En ese entonces
tendría treinta y nueve o tal vez cuarenta años recién cumplidos,
pero en realidad sumaba cuarenta y ocho, ya contaré por que la
inexactitud de la edad. El motivo de la tardía incursión en el arte
del trebejo y sus ocupaciones anteriores fueron, en su debido
momento, motivo de una diversa formulación de conjeturas
(Asociación, Periodismo, Policía, entre otros) a las cuales
respondo: ¡puras ignominias! Por mi parte, soy conocedor de una
serie de datos inconexos, como entreverados, que pueden dar pelea a
las sombras de la iniquidad...
Nuestro célebre Leoici Fircas
nació en el barrio de Barracas en las postrimerías del siglo
diecinueve. Cuando abrió los ojos por primera vez no pudo
identificar a su padre, había muerto días antes en un confuso
episodio con la policía. Por lo tanto su madre lo crió como pudo,
sin descuidar a sus otros siete hijos. Supo de chico el trato con la
miseria seria, propia y la misericordia cordial, ajena. Fue lo que
podría decirse un niño solo y soñador en la misma proporción.
Pasaba largas tardes en el puerto, mirando la boca del río,
escuchando aventuras marineras, tal vez recibiendo el guiño paternal
de un capitán de reciente arribo.
En la escuela, las maestras al
verlo tan retraído, se preocupaban por su salud mental. En variadas
ocasiones solicitaban la presencia de la madre, que acudía al
establecimiento escolar una de cada tres llamadas por no descuidar
las de sus otros hijos. Leoici recordó por siempre los comentarios
de la maestra a su madre en un frío pasillo de la institución: “Su
hijo es un buen alumno pero tan extraño como lo es el Tíbet para
nosotros”. Sus compañeros se burlaban de él a boca abierta sin
que ello alterara su mutismo ensordecedor. Tal actitud los
enloquecía, al punto que varios chicos terminaban intoxicados a goma
de borrar y tinta china. Recién el último año escolar comenzó a
ser más comunicativo, se animó a un “Hola González”, “Chau
Fulanito”, “Felices vacaciones señorita Rita”.
Luego de
terminar el colegio primario comenzó a trabajar en Alpargatas
y al poco tiempo se enroló en las filas anarquistas. Llegó a ser
delegado y hacer cincuenta botines apuntinados por día.
Por una mujer se
afilió al Partido Comunista; por un embarazo no deseado se casó con
ella. Antes del año, las discusiones de la pareja tenían
concecuencias físicas. Una mano en alto, la misma que hacía un
instante asía la botella de vino, cayó pesada en el rostro de su
esposa. Fue un accidente, me dijo, y yo a él le creo. Ella hizo
inmediato abandono de hogar junto con su hijo recién nacido. Él
entró en una profunda crisis. Se volvió antisocial e indolente. Me
contó que en la fábrica un día hacía veinte pares de zapatos
izquierdos y sólo tres derechos, otro día les dejaba un agujero en
la punta para que los usuarios estiren los dedos y otros boicots que
duraron hasta que le enviaron el inexorable telegrama de despido.
Dos meses de indigente ostracismo
le bastaron para dirigirse al puerto en busca de empleo. Quizás
pensó que el aire del mar le entregaría la libertad espesa que en
tierra se esfumaba en el grisocre de la vida cotidiana. A lo mejor
buscó simplemente hundir en la profundidades a un hijo no deseado
con una mujer a la cual a medida que fue conociendo su frío se alejó
más y más de su radio de sensibilidad. El carnet del Partido lo
rompió ese día en el puerto.
Se ofreció de grumete a los
barcos encallados y a los que arribaban con poca suerte. Sueños de
niño; por la noche se lanzó decidido contra uno que tenía la luz
encendida en el camarote más alto. Tras treparlo dificultosamente se
ocultó bajo unas malolientas bolsas arpilleras. Dos días y dos
noches se mantuvo sigiloso y expectante en la proa de un barco que
hacía día y medio había zarpado.
El primer asomo fue para ver la
inmensidad de un mar desconocido, el segundo para conseguir comida.
Al tercer día el hambre pronunciado, doledor de panza, le hizo
perder toda cautela y comenzó a salir de su guarida. Hacia la tarde
fue descubierto. Por la noche, el capitán sin remedio, lo alistó
como grumete a cambio de las bolsas arpilleras y comida. Era un barco
pesquero sin bandera. Por un sueño que tuvo creyó que se trataba de
polacos, luego supo que no, eran rusos. No pasó media noche para
que los tripulantes quisieran integrarlo; a uñas y dientes defendió
su hombría. Lo que pasó las siguientes noches no quiso contarlo.
Al mes y medio de embarque y con
veintitrés años recién cumplidos se encontraba en algún pequeño
pueblo porteño contra el mar Báltico, al noreste de Moscú. Esta
ubicación geográfica no fue reconocida en el momento de la llegada,
se fue develando en el surco que deja el tiempo. Tras juntar unas
monedas en el puerto se fue a vivir a San Petersburgo. En aquella
ciudad fue comprendiendo la verdadera realidad de la pos-revolución,
la realidad palpable, la del segundo a segundo, envolvente; pero ese
tema tampoco quiso contarlo en profundidad.
Gracias a los conocimientos de su
antiguo oficio consiguió trabajo en el sector Botas de una fábrica
de indumentaria militar. Allí fue donde un compañero le enseña el
bello juego de la guerra infame. Leoici me reveló como durante
noches, a la luz de la vela, en un cuarto de pensión, las tibias
manos de su compañero fueron guiando con justa firmeza las suyas
hacia la pieza adecuada.
Para fin de año se realizó un
campeonato de ajedrez en la fábrica del que Fircas se consagra
vencedor. El gobierno ruso comienza una recia campaña para difundir
el juego ciencia en las filas raudas del proletariado. A partir de
ese momento logra cierta trascendencia en los Círculos de San
Petersburgo. Lo invitan a jugar en torneos para principiantes en los
que logra interesantes resultados.
En una ocasión, creo por
primavera, se escogieron de toda Rusia a los proletarios con más
cualidades hacia el ajedrez para ensayar unas simultáneas con
Capablanca, que se encontraba con su capa y corona real haciendo
demostraciones por la URSS; de las mil quinientas partidas que
disputó, perdió una e hizo tablas en otra. Tan poco se sintió Capa
al perder con el Maestro, que lo desafió a jugar una partida
personal al día siguiente en el hotel donde se hospedaba. Algunos
creemos que por esta nueva derrota luego Capablanca sería destronado
por Alekhine y al poco tiempo decide abandonar el tablero.
Financiado por el Consejo de la
fábrica viaja a Moscú para presenciar el torneo por el Campeonato y
seguir adquiriendo mayor caudal de conocimientos. Este momento
resulta vital, es donde Fircas descubre a Rudolf Spielmann y a sus
recurrentes sacrificios, es donde termina de moldear su estilo.
Lo
del Maestro era descollante, un vendaval de triunfos obtenidos en
torneos menores de San Petersburgo y luego en Moscú repercutieron en
la Superjefatura de la Confederación Rusa. A las pocas semanas ya
estaba inscripto, viviendo en una cómoda casa con jardín en las
afueras de Moscú y a disposición del equipo ruso de shakhmaty.
Todos estos preparativos no fueron del todo sencillos ya que Fircas
no era ruso, no tenía documentación y su ingreso al país había
sido en forma ilegal. En pos de la causa y sabiendo de los triunfos y
el prestigio que podría brindarles se omitieron irregularidades y se
cometieron otras tantas. Le cambiaron la nacionalidad, ahora ruso, la
edad (ya que los jóvenes vencedores fastidiaban de sobremanera a los
Estados Unidos), ahora veintiuno, y hasta el nombre, lo rebautizaron
como Leoici Fircas; ¿sorprendidos verdad? ¡Sí!, éste no era su
nombre original como todos creían; se llamó, como nunca más lo
hizo, Juan José Jeardéz.
El romance entre Fircas y la
Confederación duró lo que una ración de comida en la Rusia agraria
en período de guerras. El Partido, al ver las relevantes victorias
que el Maestro continuaba cosechando, lo resguardó de todo
contraespionaje enemigo y lo adoptó como la gran carta secreta que
debía mostrarse cuando llegase la ocasión necesaria (las Olimpíadas
a desarrollarse al año siguiente). El primer fastidio que lo aquejó
fue el ponerle cinco viejos grandes maestros rusos para entrenarlo
(justo a él que era un autodidacta). Tampoco le gustó el hecho que
la K.G.B le tapiara la casa arruinando su jardín. En realidad lo que
colmó su paciencia fue cuando lo comenzaron a adoctrinar. Tenía que
asistir tres veces por semana a un palacio situado a pocas cuadras
del Kremlin donde una de las manos derechas de Stalin se desinflaba
con alabanzas hacia el régimen y al líder; luego venía lo peor, le
enseñaba repetidas veces lo que debía hacer, decir y lo que nó
cuando viajase rumbo a las Olimpíadas del año siguiente. Frente a
la cara de dicho instructor se rehusó a formar parte del equipo
ruso. Esta actitud escandalizó al Partido que tomó represalias tan
rápido como nunca.
Estuvo ocho
años y cinco meses preso en Siberia, donde por medio de todo tipo de
violencia psicológica le causaron una cierta fobia hacia el ajedrez;
a modo de ejemplo me comentó una siniestra práctica donde por
fricción magnética y teatro chino, las piezas del juego comenzaban
a flotar fantasmagóricamente iluminadas por su celda durante todas
las noches que duró su encierro. El piso, por otra parte o la misma,
era una mimesis en grande (no mucho) del tablero.
Él supuso años
después, y yo comparto, que tales medidas fueron accionadas con el
motivo de prever que se pasase al bando enemigo y se les volviese en
contra. Por lo tanto (según nuestra hipótesis) cuando el Partido
comprobó que Fircas era incapaz de lograr siquiera la mínima
abstracción necesaria para comenzar una partida lo regresa a Buenos
Aires vía avión. Antes le devolvieron su nacionalidad, las pocas
pertenencias que le quedaban y una antología de la ciencia ficción
rusa. Dentro del libro halló unos cuantos rublos, seguramente para
insertarse rápidamente en su repatriada y, esto lo presumo yo, para
sobornar su memoria. Otra opción hubiese sido matarlo, concluimos
que apenas encerrado deviene la invasión nazi a territorio ruso y su
caso, posiblemente con resuelta pena capital, fue pospuesto. Luego de
la retirada de las huestes alemanas sobrevino una más vasta
burocracia soviética que le perdonó la vida sin que nadie lo
supiera. Lo que no le devolvieron fue su verdadero nombre, ya que por
cuestiones burocráticas se hacía muy arduo complicado el trámite y
les hubiese demandado un invierno más. A Fircas no le molestó
seguir siendo Fircas y su deseo de regresar cuanto antes y el del
Comité por que abandone Rusia contribuyeron para que así sea. Lo
cierto es que al llegar a Buenos Aires estaba íntegramente débil,
con un cuerpo flaco y la mente dañada.
Al bajar del avión no recuerda
ni donde se hallaba su casa ni que vínculo familiar lo unía. Con lo
poco del idioma que conservaba en su memoria se las ingenió para
encontrar una vieja casona de dos pisos en el barrio de Almagro y con
el dinero traído en el libro la compró. Tuvo varios meses de un
encierro que él llamó adaptativo.
Lentamente comenzó a espiar la
calle para luego abordarla; sus primeras salidas consistían en
cruzarse hasta la plaza, que antes observó desde su balcón, para
presenciar como se desarrollaban las partidas de unos ancianos que
disputaban todas las mañanas. En algunas ocasiones se salía de la
vaina y acometía con varias recomendaciones en medio de aquellos
pequeños duelos. Tales intromisiones no eran muy bien digeridas por
los viejos y más de una vez lo echaron a empujones y carajeadas; no
obstante al otro día regresaba y nuevamente se originaban choques y
vandalismos. Una tarde, el viejo que parecía más loco lo retó a
una partida (¡no sabía con quien se metía!) previo aviso que si
perdía no pisaría nunca más aquel sector de la plaza, mientras que
si ganaba tampoco. El más grande, generoso como siempre, aceptó.
Cuando iba a sentarse a la mesa de juego con al tablero frente a sí,
se contuvo sintiendo que éste lo chupaba como adentrándolo en si
mismo; se bloqueó y abandonó el lugar como disparado, ante el
vitoreo aireado de los hombres seniles.
Con el transcurrir de los meses
fue comprendiendo que, impedido psíquicamente de practicar el juego
activamente, podía liberar su pasión a través de la enseñanza.
Con el dinero que le quedaba consiguió el certificado
correspondiente para habilitar una Escuela de Ajedrez que instaló en
su gran casa.
II- Defensa
Mi madre (que
en paz descanse) fue la que me llevó al Círculo ajedrecístico De
Rusia con amor.
Ella, tengo que decirlo, no tenía la menor idea de lo que era el
ajedrez, ni como juego, ni como concepción, ni como arte, ni como
nada, pero le pareció bien. En aquel entonces yo tenía doce años.
Un año antes había muerto mi padre y con su precario entendimiento
concluyó que cualquier actividad me ayudaría a salir de un estado
taciturno que se había apoderado de mí. Además ayudó el hecho que
el Círculo quedaba a la vuelta de casa.
Allí conocí
al Maestro, enseguida me puse bajo su tutela y comenzó a enseñarme
los movimientos de un juego desconocido y fascinante en aquel
entonces. Con el tiempo fui adquiriendo los conocimientos teóricos
generales básicos; participé de diversos torneos para aficionados
con suerte variada, me gané la atención del Maestro.
Un día previo
a Navidad me apartó del equipo y me enseñó la estrategia del
Sacrificio. El Maestro me habló sólo a mí y me confió su más
preciado secreto, pensé con todo el orgullo que podía caberle a un
muchacho de dieciséis años recién cumplidos.
Luego
me enteré que a todos pero todos mis compañeros ya se la había
enseñado, incluso a los más chiquititos. Eso no me interesó ni
modificó mi actitud ante su figura; para nada.
Con el correr de las competencias
comencé a utilizar de modo más radical dicha estrategia. Si bien
los triunfos eran los menos (aunque más que antes), el Maestro me
dedicaba su soberano tiempo en aleccionadoras tardes donde mi
silencio humano y ajédrego lo escuchaban con íntima admiración.
Todo ello motivó en mí, una
hermosa presión enfermiza. Mi dedicación al ajedrez, al Sacrificio,
a la práctica rigurosa, a su justa utilización fue denodada. Noches
enteras encerrado en mi habitación. Varias agarradas con mi madre.
Una noche casi la abofeteo, me contuve a tiempo y bajo la almohada
mis ojos lloraron por ese mal accionar de mi parte.
Necesitaba una
prueba para creer en mis facultades, para canalizar mi incesante
esfuerzo, para demostrarle que podía. En el invierno tuve la
oportunidad, el Torneo para Aspirantes a realizarse en el Torre
corre.
Recuerdo que la noche anterior al día fijado no pude parar de
segregar mi lecho de temor.
Con treinta y nueve grados de
temperatura llegué al lugar del compromiso; luego de la charla de
aliento del maestro hacia el equipo me miró y me guiñó el ojo.
Bastó ese simple gesto para dejar atrás mi gran miedo e ir a
enfrentar con la seguridad necesaria las sesenta y cuatro casillas y
a mi contrincante de nueve años; un niño prodigio que luego sufrió
de demencia juvenil y abandonó su casa para nunca volver. El juego
se desarrollaba con normalidad hasta que decidí ponerlo a prueba
ensayando un sutil Sacrificio; el niño en vez de aceptar mi
regalito, me tendió un estratagema tal que, en dos movidas que
parecían ventajosas, terminé en una posición de total
desprotección hacia el rey. Azuzando sus piezas comenzaron a
diseminarse por el tablero, hilvanando mi infortunio, cuan si fueran
vampiros. Las mías defendieron al rey sin perder jamás la cordura e
inclusive ensayaron un Sacrificio en la jugada previa al mate. Ése
fue mi último Sacrificio (perdón, mi anteúltimo) en mi contacto
con el ajedrez.
Recuerdo que
sin consuelo me dirigí, por la senda del calvario, hacia el patio
estilo colonial ubicado detrás del salón de juego y junto a un ombú
plantado estratégicamente en el centro del mismo descargué mi
llanto contenido. Como a las cuatro horas (supongo que el torneo ya
había finalizado) llegó. El Maestro me envolvió en su cálida (ya
dije no, que era un hombre cálido) en su cálida contención. Me
vuelven como encajonadas aquellas palabras en el fondo del Corre
torre:
<>
Al día siguiente, sin mi
aquiescencia, me separó del equipo aduciendo que mi presencia era
perjudicial y nociva para el grupo y para su salud. Yo contemplé en
silencio y me quedé. Al otro día me mandaron a lustrar piezas y
tableros y no sólo eso. Servir el té, llevar mandados y regar las
plantas fueron parte de mis tareas. Mis ex compañeros me dieron el
mote de: peoncito sólo. Al cabo de varios meses decidí abandonar el
Círculo (medida indeclinable) y me fui ausentando paulatinamente
para que al extrañarme sufrieran menos.
Nada más que
palabras de agradecimiento tengo hacia el Maestro. A partir de ese
momento empecé a encontrar mi posición en el tablero (considero
oportuna la metáfora) y me dediqué a estudiar periodismo. El último
año de estudios ingresé a trabajar en el diario Crítica.
Arranqué bien de abajo, me tocó hacer de todo. Luego de dos años
de peregrinar por la redacción quedé efectivo en la sección
deportes con paga y todo. Luego me pasaron para policiales. Sepan
disculpar si en ésta, mi confesión, se entremezcla un léxico
propio de mi actividad profesional. Espero, mi confesión no sea
confusión o conficción.
III- Desarrollo
Por causa de mi desaparición
como alumno, el Maestro cayó en un profundo abismo de miedos y
soledades, abandonando para siempre la docencia. Éstos y no otros
fueron los motivos que lo empujaron a defender la teoría desde
adentro del juego, volviendo a ser rey y peón, carne y piedra. Como
logró vencer la turbación que lo atormentaba es una incógnita de
difícil respuesta, quizá nunca develada.
A mí me tocó cubrir la primer
partida desde su vuelta. Un amplio repertorio de sacrificios
desmoralizó en forma insana a su oponente al punto de llevarlo al
abandono. Otros compromisos como las resonantes palizas propinadas al
oriental Aníbal Filosa y Justo A. Torres acrecentaron su fama de
imbatible, calificativo también utilizado cuando los periódicos se
encargaban de analizar su sistema táctico. Mate a mate el país
ajedrecístico iba vislumbrando a un gran campeón en aquel hombre
(mi Leoi).
Su fugaz y peregrina carrera
continuó en franco ascenso, lo que hizo suponer que pronto a
llegaría al lote de los Grandes Maestros. Por su filiación política
(destruida por Jeardéz y devuelta en Rusia a Fircas) la oportunidad
de competir por el título y de ser Gran Maestro fue cajoneada en
grises despachos. Pese a ello su estrategia comenzó lentamente a ser
modelo de imitación por los aprendices de todos los Círculos (entre
los cuales fui, años atrás, uno de los primeros privilegiados). El
estilo Posicional, tan mentado hasta entonces, estaba sufriendo una
crisis de identidad. Ambos sistemas se encontraban en dos puntos
opuestos, ya sin mezcla.
En esos
momentos Fircas mantenía una serie de ochenta partidas en condición
de invicto, lo cual elevaba al Sacrificio hasta lo alto de los
sistemas en vigencia. Hasta entonces los epistemólogos del ajedrez
no habían desarrollado metodológicamente el estudio del Sacrificio;
más que trabajos teóricos se habían realizado simples apuntes
croniqueros. No se derramó mucha tinta para que los conocimientos de
este nuevo modelo en ascenso comenzara a ser incluido en los manuales
the
chess.
No faltó quién con impúdico
desprecio denostara al Sacrificio al punto inaceptable de referirlo
como “payasada”; lógicamente los conservadores de siempre,
atrincherados como hueste del posicionalismo fueron los autores de
improperio tan canalla.
Cabe aclarar
que él no pretendía de la teoría un dogma; quería, buscaba,
mendigaba cambios permanentes. No era, como alguna vez señalaron,
una teoría inmóvil in
secula seculorum.
Tales controversias motivaron al
parasitario cuerpo de la Asociación a confrontar en un duelo ambos
estilos. Por el lado del Sacrificio el exponente claro está, sería
Fircas; por el opuesto Juan Carlos Anier, un posicionalista de vasta
experiencia y conducta solapada.
El recordado desafío fue pautado
a una sola partida (por motivos que se desconocen) a realizarse en el
Luna Park. Las localidades se agotaron en cuestión de horas. Yo, su
más ferviente admirador, me abarroté en las ventanillas desde el
primer aviso consiguiendo un boleto para la primera fila. (Una semana
antes me habían desplazado a la sección policiales).
Todos los periódicos siguieron
intensamente los instantes previos al acontecimiento ajedrecístico
más importante del momento. Se habló de un Anier recluido en una
frondosa isla del Tigre, ensayando jugadas ininterrumpidamente
durante el día y nadando por las heladas aguas del delta durante las
noches de aquel otoño. De Fircas estuvieron diciendo que lo habían
visto en un bar del puerto, borracho. Otros, o los mismos, que lo
vieron subir a un barco rumbo al este de Europa o a Montevideo.
Algo nunca visto antes en el
mundo del ajedrez, en el país se generó una tensión emotiva
inusitada. Fueron horas, días de tenor inolvidable.
IV- Final
Ambos jugadores llegaron
puntuales al aviso del presentador y se sentaron frente a frente,
ensimismados, sabiendo concienzudamente lo que ese encuentro
significaba para ellos, para la teoría que representaban. El tablero
con sus escaques blancos y negros se mantenía impávido ante tanta
agitación.
El sorteo marcó la primer
anotación; blancas para Fircas, negras para Anier. El transcurso del
match iba según lo calculado; una apertura abierta por parte de
blancas con su infaltable gambito incluido y una semi abierta por
parte de negras. Anier fue capturando las piezas obsequiadas, sin
opción. En una veintena de movidas propias, Fircas había perdido
tres piezas más que Anier para abrir una columna por el flanco
izquierdo de su rival. El cuarto sacrificio sería mortal.
Así fue: un escultural caballo
blanco quedó bañado en rojo. El alfil blanco, como una ciega
cuchilla se cruzó por una diagonal negra hasta la mismísima cara
del rey. El jaque fue apoyado por la vasta dama y un tenue peón que
acorralaron al negro rey en un lento suplicio. Un sólo lugar,
casillero o escondite le quedaba al monarca para esperar su fin.
Así fue: ese espacio se hizo
tiempo y luego de dos intentos fallidos en ataque de Fircas; Anier,
plantando una férrea defensa en la zona crítica, dispuso un rápido
contraataque y tomó al otro caballo blanco. Las alternativas del
juego habían demudado a todos. Sin embargo un espectador ubicado en
la butaca contigua a la mía susurró: “Que corajudo ese
sacrificio”. Yo comprendí que aquello no fue tal cosa. Era el
principio del final. El maestro hizo crujir los dedos hasta el dolor,
la tensión oculta de sus músculos lo hizo transformarse: tragedia,
locura, tribulación, rey muerto.
Se acercaba el mate. Su boca se
entreabrió temblorosa. Él lo sabía. Anier se acomodó el saco con
aire victorioso. Los cuatro mil espectadores allí presentes
disfrutaban la faena. Yo por mi parte también lo sabía, pero un
influjo atávico y una fría sensación me llevaron a dudar.
Dos ruidos finitos se escucharon.
Ambos se tiraron bajo la mesa. Con estrépito, un caballo inagotable
se suicidó al vacío mientras la mesa comenzó a repiquetear. Las
patas eran presa de unas manos suaves y asustadas. Las torres se
desplomaron al instante mientras el tablero se aferraba como podía a
la mesa. Peón tras peón, sin distinción de colores, casi se diría
que eran todos grises, se descorcharon contra el suelo. Un grito de
horror (el Maestro no gritaba) salió corriendo y se ocultó tras uno
de los laterales del telón. Los alfiles se seguían clavando en el
piso y otras piezas se desbandaban fuera de sí, sepultando a un frío
bulto con dos agujeritos. Las luces del estadio se encendieron en su
totalidad. Las sentí enfocadas hacia mí, encegueciéndome; extraña
sensación y más aun años después y hoy y mañana, envuelto en la
eterna penumbra.
V- Complemento
No importa si hoy, después de
tantos años, la gloriosa teoría ha sucumbido en el más cruel de
los olvidos. En aquel momento ,y creo que aún hoy, siguen quedando
algunos hombrecillos llenos de romanticismo que, en aras de una noble
idea son capaces de luchar todavía muertos.
No me arrepiento de mi sacrificio
(aquí no vuelan ni caballos ni reyes ni hermosas damas y el piso es
bien gris.) como creo, tampoco se arrepentiría el maestro del suyo.
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