La decisión fue
inconmensurablemente difícil. Se resolvió en las afueras de
Galilea. En un camino polvoriento le comuniqué lo que debía hacer. Fue después de besarlo en la frente. Antes que se largara a
llorar en reprobación. Lo satisfizo el hecho de saber que una vez
apresado, se desataría una fuerza divina que iba a expulsar a los
romanos de tierra santa; una mentira necesaria que me clavó
hondo una mueca de dolor.
Él se dedicaba minuciosamente a
la contabilidad de la empresa y era el más radical del grupo; de los
judíos que queríamos modificar el espíritu de nuestro credo para
llegar a los gentiles. Queríamos generar una dosis de esperanza
universal que el judaísmo oficial no lograba. Para ello
necesitábamos de los romanos. Ellos serían el vehículo de nuestra
fé. Yo sería la víctima y él un traidor confeso.
Para que el plan fuera perfecto,
como el Señor, no todos los seguidores debían estar al tanto. Sólo
sabían María de Madalá, la del pelo trenzado y Pedro el bueno. El
resto de los apóstoles desconocía.
En caminatas de jornadas
agotadoras multiplicaba los peces, hacía ver al ciego, salvaba a las
adúlteras y la gente nos seguía y me nombraba. Fanáticos y
penitentes aportaban metálicos que él manejaba como nadie.
En la última cena lavó mis
pies con ahínco. Mojó su pan en mi comida. Y en todo momento supo
que era el mesías salvador. Cuando le recordé que debía delatarme,
cuando me delató, cuando me besó con un beso que no hacía falta,
cuando recibió las treinta monedas de rigor.
María de Madalá quiso
distraerlo pero le fue imposible evitar que me viera colgado de la
cruz inerte y fue recién ahí que se dio cuenta que su nombre iba a
quedar marcado para siempre. Desesperado se anudó a la noche, al
árbol y a la soga. Ambos quedamos colgados de la madera, uno cabeza
arriba, el otro hacia abajo. Yo cumplí con el mandato del Señor, él
cumplió el mío.
Ya soy el Dios de todos los
hombres y todo lo observo. Ha pasado mucha agua por el río de la
humanidad. A pesar de haberlo salvado y glorificarlo en el cielo no
me ha perdonado, aun. Siempre le dije que la fé no es para
impacientes. Pronto su nombre será lavado y honrado por todos, falta
poco para ello.
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