Comencé a armar la valija una semana antes de mi primer viaje a Europa. Me iba por un mes y medio; una eternidad indefinible. Me esperaban Barcelona y Madrid, tal vez recorrería Francia, en una de ésas Alemania. De pronto sentí la feroz angustia del desarraigo, de hallarme desnudo ante el precipicio hondo de ajenas lenguas y costumbres. Procuré llevar cosas que hiciesen menos duro el trauma que ya me acorralaba. Luego de algunas ropas y artículos de higiene, metí de cuajo el banco de plaza Almagro donde suelo escribir frases nimias, un tablón de la cancha de Ferro en el cual se ahogaron mil gritos e ilusiones, la colección completa de Borges tapa dura que tanto ojeé y poco comprendí, la obstinada humedad de un rincón del baño, los agitados silencios de un amor, dos cajas ansiosas de Vasco Viejo, una bandeja de milanesas cocinadas esa mañana por mi abuela, una bolsa de caramelos Media Hora repleta de etanol, las recurrentes pesadillas del choque frontal en una calle desolada y la transpiración a medianoche causada por la risa despreciable de un ser infame...
Cuando llegó el día señalado logré que entre toda la carga sin que explotara el cierre. Luego de hacer el check in en Ezeiza un empleado de la compañía colocó la valija en una balanza, casi se descadera. Comunicó que estaba excedido en medio kilo del peso permitido. Pagué el sobreprecio acorde y viajé equipado, sin dejar siquiera la más mínima cosa que pudiera necesitar.
Me encanto
ResponderEliminarHace mucho tiempo una vez comenté que en nuestra juventud rioplatense no conocíamos la palabra exilio, y menos aún la palabra desexilio de Gelman (que no me la acepta ni siquiera el actual corrector automático), y sin embargo en aquellos años setenta nuestro vivir se llenó de muerte, de desapariciones y exilio. Todos nos íbamos equipados mismo como narraste. En tierras de inmigrantes no teníamos mucha idea del dolor de la migración. Empezamos a entenderlo, y aún hoy marca profundamente nuestros tejidos sociales.
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