Esa noche de gala en la embajada sentí una tenue molestia en la boca, fue el presagio que algo no andaba bien. Estaba presente por ser la secretaria personal del cónsul; un hombre extraordinario, siempre casado y dedicado a su mujer y sus hijas. Fastidiosa, me retiré anticipadamente a mi departamento. Una semana de empecinado zumbido bastó para procurar cita con un facultativo. Las placas fueron contundentes: cáncer de boca; se precipitó el foco en la base de la lengua con fuertes deseos de tomarlo todo. El doctor puso fecha de operación en menos de veinte días. Era preciso amputar. Antes de desvanecerme alcancé a oír sobre la posibilidad de implantar una lengua compuesta con titanio. A mi pesar, solicité licencia laboral. Por los nervios y el dolor creciente ya no podía ni abrir la boca. De más está decir que buena parte de mi trabajo resulta hablar. Esos días previos a la operación recibí ayuda de mi hermana y la empleada doméstica. La dependencia hacia ellas fue total. Los
Pensamiento Carretel