La fiesta popular estuvo signada por un misterioso acontecer que colocó en alerta a todas las fuerzas vivas de Montevideo. Otro aspecto en que coincidimos los asistentes a la Isla de Flores, fue la poca luminosidad que hubo esa noche debido a una baja tensión en el tendido eléctrico. Como muchos, llegué anticipadamente a la cita y me aseguré un lugar de lujo. Planté mi reposera pegadita al cordón de la vereda, de cara a la calle donde en breve desfilarían las comparsas. Hasta ahí no hubiese imaginado que sería testigo de algo tan aberrante y poco que ver con el carnaval. Preparé el mate y me dispuse al disfrute. Mientras caía la noche las calles se iban llenando de chiquilines movedizos que, empapados de osadía, disparaban espuma y agua desde precarios rey momos. En las azoteas se conglomeraban los vecinos privilegiados munidos, los más veteranos, de un vaso con whisky. Comenzaban, por fin, esas apretadas noches donde uno es quién quisiera ser y antiguamente se